Desde cuando el Presidente evidenció caracteres de autoritarismo, algún ecuatoriano con juicio crítico presentó su imagen con el símbolo inequívoco del poder absoluto: la corona real. Poco a poco, la imagen de Correa coronado fue difundiéndose. El Presidente, al fulminar a diestra y siniestra a quienes supuestamente atentaban contra la majestad de sus funciones, terminó defendiendo su propia “majestad”. La representación como un monarca describe su autoritarismo y su sentido mesiánico. Poco a poco, el Presidente ha asumido el rol de la imagen creada y ha llegado a convencerse que la corona le es debida. El 30 de septiembre -dice- hubo un intento de “magnicidio”.
Está convencido que tiene una misión que cumplir, para la que piensa ser el único capacitado (“yo nunca me equivoco”). Mira al pueblo como la materia prima con la que está llamado a esculpir su propia estatua y se considera jefe de todas las funciones públicas. Los ecuatorianos somos sus súbditos y no sus conciudadanos (“majadero, tú eres mi subalterno y no puedes contradecirme”). Conoce el destino de la nación y para evitar los errores del pueblo, le pide entregarle su fe total (“confíen en mí”).
Vive pendiente de las encuestas y las interpreta a su manera. ¿Quién podría desentrañar mejor los insondables misterios del alma del pueblo? Organiza consultas populares para legitimar decisiones que ya ha resuelto adoptar. Descalifica a quienes exponen ideas distintas a las suyas preguntándoles “¿Cuántas elecciones han ganado?”. Logró que se apruebe una Constitución llamada a ser tricentenaria, pero poco después decidió cambiarla. “¿Acaso no todo es perfectible?”.
A quienes afirman que en todo un período presidencial de cuatro años no ha podido cambiar positivamente al país ni resolver sus problemas, pregunta: “¿a quién se le ocurre que los males causados por todos los gobiernos anteriores pueden ser resueltos en tan poco tiempo?”. Aspira, por lo tanto, a mayores poderes y más tiempo para ejercerlos.
Dice que quienes critican a Gadafi por sus 42 años de gobierno autocrático, desconocen que hay otras culturas en las que florece la democracia sin elecciones libres, sin alternabilidad en el poder y sin la división e independencia de las funciones del Estado.
En la liturgia del réquiem, el mortal arrepentido apela a la bondad divina para encomendarse a la piedad de su justicia. En ese movimiento del corazón coexisten tres ideas: la del Dios todopoderoso, digno de respeto y reverencia y de ser temido, la de su majestad, grandeza, autoridad y superioridad, y la de su bondad y misericordia. La raza humana ha producido seres que imbuidos de una tremenda majestad, no piensan siquiera en la relatividad de sus ideas. No han sido tocados por el don de la tolerancia y el respeto a los demás.