Revolución y revolucionarios

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La mitología de la revolución es una de las herencias más polémicas que dejó el siglo XVIII. Esa utopía aún caracteriza a la política de nuestro tiempo, marca las ideologías, enajena los espíritus, embelesa a los hombres comunes y a las élites, legitima los desafueros y justifica toda suerte de excesos. Se convirtió, al decir del liberal francés Raymon Aron, en el “opio de los intelectuales”, quienes, frente al dios de la revolución, abdicaron de su vocación crítica, enajenaron su independencia y se transformaron en corifeos de las dictaduras. El caso más notable de esa abdicación es el de Jean Paul Sartre.

La revolución sigue siendo la obsesión de las izquierdas, pero las derechas también le han rendido culto. En la intolerancia que nace de la soberbia revolucionaria han coincidido comunistas, fascistas y nacionalistas. La libertad y la vida han sido sus víctimas. Además, la revolución, transformada en ideología, explica el empobrecimiento de la teoría política de la izquierda, empeñada, no en encontrar la verdad, sino en descubrir, en el más insignificante hecho, la confirmación de sus dogmas. La simplificación de las ideas y el infantilismo de las conductas han sido las consecuencias. Muchos intelectuales de esa tendencia pusieron vocaciones y talentos al servicio de la tarea de encontrar, en toda circunstancia, las “condiciones revolucionarias”, y en hacer de la historia el catecismo de una doctrina. Mucho de lo que por acá se ha escrito y se ha dicho es, apenas, parte del ritual de la misa revolucionaria.

En la acción política, el fenómeno de la suplantación de la verdad por los dogmas es evidente, y la justificación de toda dictadura es innegable. Allí la intransigencia manda. En los tiempos que corren, cualquier discurso que se precie debe tener tono revolucionario, y ser el anuncio de la derrota de los burgueses.

Por supuesto, no faltará el párrafo adulatorio a los íconos arcaicos de “movimiento continental”, es decir, el discurso será igual al que se decía y tronaba en los años sesenta. La diferencia es que, desde entonces acá, la caída de los muros y el desmantelamiento de las cortinas de hierro dejaron al descubierto del mundo asombrado, hasta dónde fueron capaces de ir los revolucionarios en la represión, en la eliminación de las libertades y en la mentira sistemática, esto pese a la “buena prensa” de que todavía goza el síndrome de la revolución, que aún tiene a su servicio a innumerables personajes y a otros ingenuos, que echan el humo del despiste sobre la historia estremecedora y sobre los millones de víctimas que produjo en la historia el ensayo caprichoso de hacer de la gente el “hombre feliz”, es decir, el uniformado a lo Mao, callado, servicial al poder y sometido.

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