¿Y si organizamos una revolución mirandista? ¿Y si conseguimos unos expertos en mercadotecnia política que reanimen de algún modo la imagen del prócer Francisco de Miranda? ¿Y si resucitamos la idea del precursor Miranda navegando valientemente hacia las costas venezolanas, a bordo de un barco atestado de mercenarios, izando una vieja bandera rusa, cuya banda blanca se había vuelto amarilla por el paso del tiempo? O mejor todavía, ¿qué pasa si contratamos unos expertos en imagen que conviertan al viejo Miranda, ilustrado, hombre de mundo entre todos los hombres de mundo, amante de los placeres y mujeriego indefectible, en un soldado de la revolución: aislacionista, amigo de los dictadores, defensor de los poderes absolutos y enemigo del progreso?
Hay pocos personajes americanos más sugerentes que Francisco de Miranda. Advierto que he usado la palabra personaje a propósito y con empaque: Miranda era un protagonista novelesco, mitad Casanova, mitad Rousseau. Como es público y notorio, se metió en la cama de la emperatriz Catalina de Rusia –de ahí el cuento de la bandera- , para gran enojo de sus generales, súbitos y cortesanos. Cuenta su biógrafo más reciente (Robert Harvey) que “’Miranda dedicó cumplidos a la Emperatriz por la elegancia de su vestido de seda y hasta se permitió tocarlo. Catalina, sonriente, le preguntó qué le sucedía. Se cree que esa misma noche comenzó la ‘liaison’ entre ellos.” Paralelamente, y como cualquier iluminado dieciochesco que se preciara, Miranda viajaba con su biblioteca a cuestas. Se dice que el caraqueño tenía particular debilidad por Voltaire y por Virgilio.
En materia política Miranda también era audaz. Entre sus proyectos estaba una especie de estados unidos españoles, sin incluir a Brasil, pero gobernados por un curioso sistema a medio camino entre la monarquía y la república. Pensaba que debía ocupar el trono un descendiente de los viejos incas pero, al mismo tiempo, concibió un legislativo bicameral a la inglesa. La primera cámara sería electa popularmente, con ciertas restricciones. La segunda sería vitalicia.
En el proyecto mirandista se requeriría de la votación de dos tercios en el Legislativo para aprobar una Constitución y había una suerte de consejo de Estado, integrado por el monarca inca y los jueces de mayor rango. Otra vez siguiendo a Harvey, el presidente Adams de Estados Unidos, cuando se enteró del proyecto, dijo que no sabía si reír o llorar. Otro escéptico fue el primer ministro británico, Pitt el Joven. Finalmente, este nuevo mega Estado estaría abierto al comercio, en particular con Inglaterra (es aquí donde fallan los planes revolucionarios de hoy, mucho me temo).