Al cabo de cincuenta años, y después de tanto tiempo de retórica, represión y liquidación de la sociedad y de la economía cubanas, Castro acaba de confesar que el modelo que aplicó a sangre y fuego es inviable, que no funciona. El caudillo, probablemente vencido por las evidencias, arrinconado su régimen por el fracaso, declara, muy suelto de huesos, que lo que hicieron con Cuba ha sido un ensayo inútil. Cincuenta años de encubrir la verdad, cincuenta años de artificios para enmascarar la incompetencia de la burocracia comunista, cincuenta años de sacrificios de la población, de silencio impuesto por el miedo, y cincuenta años de complicidad de intelectuales transformados en cortesanos de una dictadura.
El modelo, admirado e imitado por muchos, apuntalado por el petróleo y el dinero de los soviéticos, primero, y por el de Chávez después, hace agua por todo lado. Las máscaras se caen de vejez. Quedan el discurso, la palabrería, las concentraciones de gente manipulada por los comités de defensa de la revolución. Es decir, queda la retórica y la represión. El cascarón vacío y el temor. Y ahora viene el despido de 500 000 burócratas, porque el sistema no da más, porque la quiebra ya no resiste parches. Y -paradoja terrible- llega la venia de los poderosos, la caritativa palmada de la burocracia para que la gente ponga pequeños negocios, mínimas ferreterías, “paladares” y ventas ambulantes. Esa es la “economía de la retirada comunista”: desempleo masivo y autorizaciones para instalar tiendas de abarrotes.
Pese a los testimonios del gran fracaso del socialismo, los imitadores prosperan en América Latina, y siguen neciamente insistiendo en hacer de las sociedades conejillos de indias de sus utopías. Siguen los teóricos y los neopolíticos ignorando lo que ocurre en el vecindario, vendiendo discursos, enajenando libertades y creyendo que las sociedades son monigotes de plastilina que se pueden moldear al capricho de cualquier proyecto, según la novelería del último panfleto y al ritmo de las consignas de un caudillo.
Pese a las evidencias, algunos políticos y politólogos, y otros tantos nostálgicos de revoluciones y dictaduras, siguen ignorando los resultados del ensayo que tanta literatura y pobreza produjo. Creen que es asunto de negar, descalificar y satanizar a los que no son del gremio. Creen que es asunto de cambiar de rótulo y de antifaz. De suspirar por los años sesenta. Pero el fracaso en términos de respeto a las libertades, de resultados en bienestar humano, es tal que cualquier negación resulta disparatada, y cualquier imitación será irresponsabilidad política. Es que el poder no es patente de corso para imponer cualquier ensayo. El poder tiene límites: las libertades, los derechos y los proyectos de las personas. Y tiene funciones: hacer posible, en términos de equidad, la plenitud individual.