Cuando no se dispone de imágenes exactas de una persona se puede, a partir de testimonios orales o escritos y apelando a una mezcla de ciencia forense y artes plásticas aplicadas, reconstruir su fisonomía en lo que comúnmente se llama retrato hablado, técnica de investigación criminalística.
Esta y no otra pareciera ser la herramienta utilizada para perpetrar la catadura de Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar Palacios y Blanco. Decimos que se trata de un retrato hablado porque quien ordena, y paga con petrodólares la reconstrucción facial del Libertador lo hace como parte de un programa publicitario y propagandístico que busca vincularlo física e históricamente al hijo predilecto de Caracas.
Al Presidente los rasgos y facciones reales de Bolívar le interesan solo en la medida en que pueda sacar algún beneficio para sus intenciones continuistas. ¿Y qué mayor provecho que un providencial y milagroso parecido con el objeto de su obsesión? Sobre todo ahora, cuando los medios difunden cuñas donde el creativo publicitario, no contento con llamarle “este Bolívar”, nos dice: “Primero Dios y después mi comandante”. Estamos seguros de que el comandante ordenó un retrato robot basado en sus deseos, aspiraciones y fantasías, no en una necesidad histórica o una inquietud científica.
Hay un político venezolano al que llaman “Jurunga muertos”, no por necrófilo, sino por su pluma, un apodo que le vendría como anillo al dedo a quien nos gobierna, pues en su enfermiza fijación con Bolívar no ha vacilado en ordenar la exhumación de sus restos y de algunos parientes para, sobre pruebas de ADN, tener la absoluta certeza de que el esqueleto que reposaba en el panteón es el de Simón José Antonio.
Por televisión, los venezolanos observaron cuando el Mandatario repetía fuera de sí: “Tiene que ser Bolívar ese esqueleto glorioso, pues puede sentirse su llamarada”. Talvez fuera de cámara lo haya tomado entre sus brazos como aquel amante que, en versos del poeta colombiano Julio Florez y en la recordada voz de Andrés Cisneros decía: “En una horrenda noche hizo pedazos/ el mármol de la tumba abandonada, / cavó la tierra… y se llevó en los brazos/ el rígido esqueleto de la amada”.
La reconstrucción del rostro de Bolívar no es sino la guinda que corona esta torta fúnebre. No se puede desplazar de un plumazo la iconografía histórica del grande hombre con una representación fraudulenta. En el imaginario americano continuarán presente los muchos y magníficos retratos que de él hicieran competentes artistas como el peruano José Gil de Castro y cuya fidelidad fuese avalada por el retratado en carta a su hermana María Antonia.
Y para empaquetar el luctuoso pastel se ordenó un faraónico sarcófago de madera, metales y piedras preciosas y, construir un mamotreto que ya el pueblo, sabio, llama con razón el Farrucotreto.