¡Todas las instituciones de la Tierra atraviesan crisis civilizatorias! Las Iglesias y los Estados forman parte de estos procesos que tienen raíces profundas, que van más allá de las ideologías y creencias.
Esta etapa de la humanidad -el Antropoceno, donde las personas se han convertido en un factor determinante del sistema global-, está regida por poderosas fuerzas políticas, económicas y culturales. Y los liderazgos, ahora imbuidos por las tecnologías, ejercen más impactos que otrora.
En ese contexto, la Iglesia Católica -con 1400 millones de feligreses- recibe al nuevo pontífice, que sucede al Papa Francisco, el primer jesuita de la historia. Este personaje es un líder global, jefe de Estado y su gobierno no solo es planetario en términos formales sino esencialmente moral, en los complejos escenarios nacionales e internacionales –desde Ciudad del Vaticano hasta la última parroquia del mundo y las familias, denominadas “iglesias domésticas”-.
Los desafíos del nuevo pontífice son inmensos. La nave espacial Tierra afronta muchas tragedias, en los órdenes climático, económico, político y social. La “Casa Común” -feliz expresión del Papa Francisco– está en disyuntivas: entre la acumulación de riqueza o la distribución; entre la elección de la democracia o el totalitarismo; entre el imperativo de optar por la paz positiva o financiar las guerras; entre optar por la vida o la aniquilación y la muerte…
En la historia han existido muchas revoluciones políticas y económicas, pero hoy las exigencias son mayores: la humanidad espera una revolución espiritual -la de las conciencias-. Una revolución ética instalada en la justicia y la satisfacción de derechos elementales, como la dotación de agua y energía eléctrica a todos los seres humanos; techo, salud, educación y trabajo digno; sostenibilidad en el sentido amplio y particular en el interior de los hogares donde se generan violencias; innovación con rostro humano y no solo discursos; apertura para que los emigrantes se regularicen y tengan oportunidades… Si bien estos temas son responsabilidades prioritarias de los Estados, la Iglesia no deja de tener, dentro de su ámbito, retos en el campo ético.
La era posindustrial ha traído extraordinarias mejoras por incidencia de las tecnologías, pero también ha destruido los ecosistemas, fomentado el desperdicio y tragado las culturas tradicionales. En lo global está instalado el sistema; pero lo local yace adormecido, y lo glocal es una quimera.
La creación de futuro depende de los Estados y de cada ciudadano. La luz del Vaticano importa; sus prédicas y, fundamentalmente, sus guías pastorales que respondan a las necesidades de creyentes y no creyentes, porque las instituciones religiosas sí son perfectibles. Einstein decía que “no podemos resolver los problemas empleando el mismo modo de pensar que usamos cuando los creamos”.
El cambio sistémico es necesario. El tiempo de la retórica está en retirada. El progreso económico -la máquina de producir- no basta, si no va unida inseparablemente a la aplicación de la equidad, sin excepciones, de abajo hacia arriba, como lo hizo Cristo hace más de dos mil años.
Si bien los contextos son diferentes, el nuevo orden internacional necesita de la inspiración espiritual que desaliente la polarización, sensibilice a los poderes fácticos y sus ímpetus de dominación de cualquier jaez, en aras de la vocación de amar y servir, con igualdad de oportunidades para todos.
La humanidad ha sufrido y sufre por los impactos del egoísmo y la codicia. ¡Una nueva evangelización es emergente, con nuevas líneas pastorales!