“El día que la gente de la sierra descubra en si misma las grandes posibilidades de creación de su espíritu indígena será el día en el que aflorará un gran y poderoso arte nacional tan arrollador que por su propio genio nacional tendrá el más puro y gran definitivo valor universal”, dijo hace más de medio siglo el novelista y etnólogo peruano José María Arguedas (1911-1969). Sus grandes obras como “Los ríos profundos” (1958) o “Todas las sangres” (1964), de inspiración indigenista, no hacen sino ponernos frente a la compleja realidad del indio nativo. Así como ahora, más de medio siglo después, “Retablo” (2017, estrenada en 2019), ópera prima del cineasta peruano Álvaro Delgado-Aparicio que hasta la fecha ha recibido 40 galardones en 150 festivales. Por ello, seguramente, Netflix la incluye en su lista de películas recomendadas.
Varios aspectos hacen de ésta una gran obra. El uso mayoritario de la lengua quechua hablada en Perú por 4 millones de habitantes, subtitulada en castellano –así como la celebrada cantante ayacuchana Renata Flores- nos obliga a atender un idioma al que lamentablemente aún no respetamos y valoramos los propios habitantes andinos. Y lo hace desde un guión adaptado al medio rural ayacuchano, desolada y verde puna, que recoge una sencilla y profunda historia de un artista de retablos (Noé, Amiel Cayo) y su hijo y pupilo (Segundo, Junior Béjar Roca). Alrededor de esta historia llena de silencios y tiempos prolongados andinos –otro de sus aciertos- el autor aborda tres aspectos centrales: la homofobia centenaria en medios rurales e indígenas; las dificultades para sobrevivir en el mundo rural quechua hablante y la constante tensión entre quedarse en la llacta o engrosar el marginal mundo de las ciudades latinoamericanas (Mardonio, el amigo de Segundo que intenta sacarlo del medio para probar de todo). Y el tercero, que se desprende de las conversaciones entre estos jóvenes, y el descubrimiento de que el padre de Segundo es homosexual, que añade una gran tensión a los conflictos de su adolescencia en una comunidad campesina, muy diferente a las de las urbes.
Sin estridencias ni uso de recursos cinematográficos aparatosos, el filme nos introduce con delicadeza y respeto a las grandezas y miserias de la vida comunitaria campesina en donde el ser hombre es sinónimo de machista, violento y soez. Padre e hijo se distinguen de ello por las delicadas manos y miradas que tejen las escenas de vida cotidiana representadas en estos magníficos retablos que se han alejado poco a poco de su origen religioso. La película culmina rescatando el amor filial y de maestro-discípulo por sobre todo, y se lo hace en varias escenas sencillas que muestran una enorme dosis de cariño y aceptación hacia la vida y la muerte por igual.