Mi casa natal caraqueña tenía dos patios, corredores, una sala para recibir visitas y varios cuartos continuos por los que podía uno llegar hasta la cocina y al corral lleno de árboles frutales. Era costumbre en los años de mi infancia instalar nacimientos, la insólita recreación que festeja la Natividad y que reproduce el pesebre donde nació Cristo, pero rodeado de casas, trenes, túneles, tiovivos, espejos de agua, animales de toda especie, tamaño y naturaleza, y hasta un avión piloteado por Poncio el piloto.
¡Surrealismo casero! El azar objetivo; la relación entre objetos incongruentes que tanto gustaba y exigía André Breton. El problema de aquellos nacimientos o pesebres era el amontonamiento de cajas, cartones y periódicos viejos recubiertos de trapos, musgo, aserrín y coletos pintados de verde pegados con engrudo que terminaban convertidos en nidos de cucarachas e insectos repugnantes.
Esta desventura y las limitaciones de espacio que caracterizan hoy a los apartamentos impiden la instalación de esos pesebres. Se dice con pena que es una tradición que se va. En todo caso, la que llegó para quedarse es la del arbolito de Navidad.
La izquierda autoritaria que cuestiona todo lo que no deriva de ella, acusa al arbolito de imperialista y perturbador de nuestra idiosincrasia; de ser una nefasta intromisión en nuestra endógena verticalidad.
Yo era muy niño cuando Rodolfo Gerbes, un ingeniero alemán casado con mi hermana Liliam, se presentó en mi casa con un pino gigantesco que instaló en el patio principal y lo adornó con globos, velas, cintas, ángeles y regalos. Los vecinos pedían permiso para admirar aquel prodigio; años más tarde entraron nuevamente cuando la Frigidaire comenzó a reinar en la cocina: era la primera nevera que veían.
El arbolito mató el nacimiento; ¡acabó con el pesebre, los cajones, el engrudo, las alimañas y con Poncio el piloto! La directora de la escuela donde estudiaron mis hijos varones, se negó siempre a instalar en la escuela tanto el arbolito como el nacimiento; pero obligaba a los niños a respetar unas ramas secas que ella adornaba con flores de papel amarillo. Los alumnos, mis hijos incluidos, miraban con justificado recelo aquel despropósito. En su folclórico empeño por ser vernácula, es decir, ¡comunista de aquí y a mucha honra!, la abnegada educadora se ponía en ridículo
Devolvernos al Belén o al Pesebre es partirnos la nuca o nadar en tierra ajena. ¿Qué hacer? Se me ocurre lo que se nos ocurre a todos en estos tiempos navideños aciagos y bolivarianos: pedirle al Niño Jesús que le hable a su papá para solucionar esta trivialidad decembrina de pinos y nacimientos. Pero, sobre todo, para pedirle un resuelve: ¡que haga valer su autoridad para que vuelva a nosotros la alegría de vivir que teníamos antes!