Rescatar el honor

¿Quien no conoce, al menos en su esencia, como símbolo de rectitud y valentía, la figura de Don Quijote de la Mancha? Desde la escuela nos nutríamos con sus luchas contra molinos de viento, gigantes embrujados y pillos, y nos identificábamos con sus afanes para proteger al débil y castigar al malvado. Lo idealizábamos como un caballero de honor, movido por el temor de Dios y la voluntad de servir a sus semejantes, senda que conduce a la sabiduría y a la verdad.
Aprendíamos también la historia del Cid Campeador, Ruy Díaz de Vivar, otro caballero que, por defender su honor, fue desterrado y obligado a convertirse en un rebelde guerrero que luchó contra moros y cristianos enemigos de Castilla, ganando tanto nombre y fama que su sola presencia sembraba el pánico en sus rivales, como ocurrió cuando, muerto y colocado sobre su caballo, desfiló al frente de sus tropas, a cuya vista sus enemigos huyeron despavoridos.

El escritor español Arturo Pérez Reverte publicó, hace poco, un libro sobre Ruy Díaz en el que narra, con un lenguaje tan rico como sencillo, la vida del legendario Cid Campeador, convertido en símbolo del honor y del coraje.

Por lealtad con sus principios, para reconocer al rey Alfonso, le obligó a jurar que no había tenido parte alguna en el asesinato de su antecesor y hermano, el rey Sancho. Alfonso le condenó a abandonar su reino y Ruy Díaz le replicó: “Si tu me destierras por un año, yo me destierro por dos”. E inició su vida errante.

Su prudencia, su serenidad, su sabiduría eran compañeras inseparables de su ilimitado valor. Jamás se doblegó ante un poder que no fuera legítimo ni condicionó su lealtad con las huestes que, creyendo en él, le seguían ciegamente. Sus convicciones sobre la dignidad humana le llevaron a aceptar sacrificios sin reclamar privilegios que, en épocas de privaciones, pudieran diferenciarle de los más humildes de sus seguidores. Cumplía la ley y exigía su cumplimiento.

Implacable y aún cruel, a la usanza de las reglas de la guerra de entonces, aplicaba la justicia con igual severidad a grandes y pequeños, pero era capaz de poner en riesgo su propia vida para defender al último de ellos si lo consideraba víctima de falsas acusaciones.

De corazón generoso en la victoria, de serenidad en el infortunio, fue uno de los más altos exponentes de lo que significa vivir y morir con honor; tanto a reyes como a pelafustanes dio ejemplo de rectitud y firmeza; siempre actuó sin temor ni temeridad, movido por la fe en sus causas altruistas; ennobleció con su vida la historia de la raza humana: pasó a la gloria.

En las aciagas horas actuales, enlodadas por la burla que los malhechores hacen de la virtud, bueno sería recordar al Cid Campeador y, bajo la insignia de sus méritos, trabajar juntos para rescatar el honor nacional.

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