Cuando en diferentes países del orbe, de todo el espectro político, aparecen escándalos que alcanzan a sus dirigentes o allegados muy cercanos, surge la interrogante de si todo está absolutamente contaminado y los postulados éticos no son sino meros enunciados que sirven para los discursos, pero que en el mundo real son pisoteados todos los días por aquellos que los invocan.
Desde el enriquecimiento desmedido de clanes que se hicieron del poder en los países de Oriente Medio, las cuentas secretas encontradas a un exdictador latinoamericano, los papeles de quién fuera el tesorero del partido político que gobierna en España que detallan los pagos a miembros de esa organización, por fuera de sus remuneraciones, hecho prohibido por las leyes de ese país, las sospechas que recaen sobre la familia presidencial argentina por el incremento vertiginoso de su patrimonio mientras se encontraban en el ejercicio de sus mandatos, la riqueza súbita de familiares y allegados a la boli-burguesía creada por el chavismo, son hechos que ponen en entredicho la existencia de una auténtica vocación de servicio enrareciendo los actos de esas administraciones, alimentando la sospecha que quizás los cínicos no estaban del todo equivocados al sospechar que todo está contaminado de intereses personales y que la pelea por el poder no es sino el desenlace de una disputa de un botín público.
Si a esto se agrega que en algunos de esos Estados la presión política sobre las instituciones judiciales es tal que se encuentran prestas para actuar en contra de sus enemigos, pero condescendientes e impávidas cuando les toca realizar acciones que involucran a sus allegados, a los que deben el sitio que ocupan, el panorama luce desolador. Es tal el nivel de distorsión institucional que pregona el populismo, que se le atribuye al General Perón la frase: “al enemigo ni siquiera justicia…”. Quizás en esas cinco palabras se condensa la razón del desastre latinoamericano.
Pero los pueblos obnubilados por los discursos y la propaganda, o simplemente inmersos en el día a día, sin mayor interés por lo que sucede en las esferas políticas, o lo que es peor, con marcada indolencia ante esos signos evidentes de descomposición, toleran esas prácticas como si se tratase de algo natural. Ni siquiera les causa asombro. En la medida que su cotidianidad no sea alterada, son capaces de hacerse de la vista gorda. Es como que si existiese un nuevo “pacto social”, no el que planteó Rosseau, sino uno en el que a cambio de una relativa estabilidad están dispuestos a mirar hacia otro lado.
Habrá que insistir en la urgencia de crear verdadera cultura ciudadana. Debemos depositar la fe en que las nuevas generaciones se apropien de los principios de la moral y ética públicas, que sean capaces de rechazar procedimientos que riñan contra ellos. Para alcanzar ese objetivo es imprescindible que las instituciones se robustezcan, para que puedan actuar libres de cualquier compromiso o presión.