Ha llegado el día aquel en que la política no se entiende sin publicidad oficial. Es más, la publicidad se ha convertido en el eje mismo de buena parte de la vida ecuatoriana y ha remplazado, lastimosamente, a lo más importante de la política: al debate y a la deliberación.
Por fin ha llegado el día en que terminamos, como muchos quieren, convertidos en espectadores en vez de ciudadanos, en televidentes en vez de personas de carne y hueso y en meras estadísticas de cuestionables ratings. Somos grey. Somos tropel. Somos robots. No somos, todavía, república. Lo de joven democracia es un lugar común.
Es que la publicidad sirve divinamente para darle un esmalte de legitimidad a la campaña electoral perpetua y agobiante (que lleva años en operación), para cimentar las complejas estructuras de endiosamiento del líder, para asegurar las adecuadas dosis de polarización que el poder necesita para perpetuarse, para aquilatar las inciertas virtudes del Estado omnipresente y para asfixiar al individuo, para ahogarnos en una marea de símbolos, eslóganes, himnos, uniformes y cancioncillas de dudoso gusto. La publicidad oficial también persigue otros fines retorcidos, como el ensalzamiento del nacionalismo, del patrioterismo y de distintas formas de espléndido aislamiento, la desmoralización del enemigo político (no existe, no debe existir, el concepto de oposición como alternativa de poder, sino que todo el que se atreva a alzar la cabeza debe ser tratado como un enemigo a ser eliminado rápida y eficazmente) como si el oficialismo fuera un verdadero ejército de ocupación, presente para civilizar a los insurrectos, para tutelar nuestros derechos como el buen padre de familia, para decirnos qué es bueno y qué es malo, a su arbitrio. Así la publicidad oficial debe ser simple, debe presentar de forma distorsionada únicamente la versión del poder, debe resaltar las épicas del populismo y debe humillar al contrincante, hasta, de ser posible, patearlo en el suelo.
También es útil para darle a la política un carácter de ópera bufa, o como opina Giacomo Sani “Siguen teniendo cierta importancia las manifestaciones de tipo coreográfico que involucran masas importantes y que fueron explotadas con mucha frecuencia, gran habilidad y, según parece, notable eficacia en la Alemania nazi y en la Italia del período fascista”. Es decir, la deformación de la política hasta convertirla en una verdadera comedia, en un baile de máscaras en el que los personajes se reciclan de cuando en cuando, a veces se guardan las espaldas, a veces se zurcen a puñaladas, se cobijan en la impunidad, adoptan los códigos rojos de las mafias.