Países como el Ecuador, con poblaciones divididas mitad por mitad, separadas por zanjas políticas y rencores ideológicos, plantean al poder graves interrogantes sobre algunos aspectos de la legitimidad democrática. Las preguntas de fondo son: ¿el Régimen representa a todos, o solamente a sus partidarios? ¿Los mandatarios expresan solamente los intereses y las visiones de los unos? ¿Son ciudadanos efectivamente representados únicamente los partidarios, y cuál es, entonces, la condición de los demás? ¿Es aceptable el “destierro político” de minorías sustanciales, que casi empatan con las mayorías?
Si admitimos que el principio de la representación política es un concepto republicano -en cuya base están la tolerancia y la inclusión-, las “revoluciones” y sus prácticas excluyentes terminan desnaturalizando la representación, y reduciendo el papel de los mandatarios, legisladores y autoridades, a simples gestores del partido o movimiento, y al de gerentes de la mayoría, o de la cúpula. Así, las minorías quedan sin representación, huérfanos sus puntos de vista, anulada la posibilidad real de discrepar. La conclusión: ¿será que la mitad del país no tiene mandatarios? La tremenda sensación que producen los resultados de la consulta del 7 de mayo, y la actitud radical de los asustados ganadores, es que los del NO no somos del baile, porque el mandato se ha transformado en el carné del club de la relativa y precaria mayoría. Se está confundiendo al país con un movimiento, a la república con una persona, a la democracia con un método de dominación. Y esa jamás fue la idea ni de la democracia ni de la república.
La “mitad más uno” -o principio de la mayoría- transformado en dogma que “autoriza” la exclusión, casi la condena, de la “mitad menos uno”, es asunto tanto más complicado, y antirrepublicano, cuando esa mayoría es estrecha y difusa, peor aun si nace de una consulta popular donde la gente, en sustancial porcentaje, no supo lo que votó, porque el hombre común, en realidad, no decidió nada que no sea obtener el certificado que le habilita a moverse en las redes de la burocracia. Esa es la verdad de la república de papel, que seguimos neciamente construyendo, sin bases, desde cuando se fundó la patria boba, bajo los sones del militarismo venezolano del general Flores.
Igual problema de legitimidad aqueja a la Constitución de Montecristi, aprobada “sin saber cómo le entra el agua al coco”, por una población abrumada por la propaganda, que ahora tampoco se explica cómo es que no duró intacta los tres siglos prometidos, y cómo es que, en lugar de la felicidad, ha traído politización e inseguridad. Cómo es que ha provocado tanta división entre hermanos, que ahora se ven como enemigos. Lo que queda al cabo de estos años es la zanja entre las familias, la disputa entre los paisanos y el silencio prudente en casi todos.