Benjamín Fernández Bogado
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Una interesante perspectiva aporta el pensador Zygmunt Bauman sobre la política y el poder cuando afirma que “…el poder es la capacidad de hacer, la política es decidir qué hacer”.
¿Qué pasa cuando tanto política como poder se confunden en una retórica de confrontación que termina acabando el verdadero impacto de ambos conceptos?
Casi siempre la respuesta a esto termina siendo la ingobernabilidad o la insostenibilidad de los cambios que fueron hechos desde el ejercicio del poder y su articulación en la política.
Esto nos vuelve de nuevo al dilema de Sísifo en el que se encuentra descrita gran parte de la aún corta historia democrática de nuestros pueblos.
La otra conclusión de quienes proclaman la democracia formal, la que se acaba en los ritos y se reinventa cada término presidencial, es que en verdad sus actores no creen en la democracia como sistema ni como medio.
La usan concentrando sus esfuerzos en el ejercicio del poder autoritario y en la conversión de la política en un mecanismo que constriñe y limita la acción del otro. Por este camino la crítica más pequeña es entendida como ejercicio reaccionario y hostil hacia el poder.
Con unos ciudadanos cada vez más informados e interconectados, los políticos están subestimando gravemente a esta nueva sociedad que tiene incluso hacia su propia individualidad una representación absolutamente nueva del poder y de la política.
El antiguo catecismo, nunca asumido ni vivido en su totalidad, encuentra serias reacciones internas y hacen de la política un espacio ejercido contra su voluntad pero sin que termine molestándola en demasía.
Es como si el poder inoculara en la población un elemento que lo tornara distante y sin trascendencia. La reacción contraria generalmente es más breve, acotada y violenta sin que tuviera consecuencias nefastas sobre estos gobiernos.
Lo que pasa en Siria o en Gaza en estos momentos refleja esa mirada consternada al principio, pero absolutamente trascendente en el futuro cercano.
Esa idea de soberanía que dio nacimiento al concepto de Estado-nación hoy se mide en el terreno práctico en la manera cómo vive y percibe la gente la actitud del poder y de la política y, cómo su capacidad crítica aumentó los gobiernos o adormecen, gritan y amenazan o acaban por ser víctimas de una incompetencia que le impide ver la profunda transformación que han tenido nuestras sociedades en estos últimos años.
Una reingeniería de la política y de su sustento, el poder, no solo es necesaria para reconstruir puentes entre Gobierno y ciudadanía, sino para lograr un compromiso más profundo y de mayor calado entre mandantes y mandatarios.