A propósito de la renuncia del papa Benedicto XVI, me permito alguna reflexión. Debo aclarar que soy laico, no religioso, pero sí profundamente creyente.
El pontificado, al papa Ratzinger, debe haberle significado una tarea harto difícil, habida cuenta que iba a hacerlo bajo la sombra de su antecesor que, a no dudarlo, fue un Papa que gozaba del aprecio de todos los católicos y, Benedicto XVI llegó al trono de Pedro sin gozar de muchos afectos que se diga. El carisma de Juan Pablo II era gigantesco y su sucesor más bien generaba ciertas resistencias. Sin embargo, independientemente de los inconvenientes que haya tenido que atravesar Su Santidad, a lo largo de su papado ha realizado cambios trascendentales en la Iglesia, entre otros, derogó el limbo; gracias a esa gestión, miles de inocentes niños que llegaron a ese lugar tibio e inocuo por no haber sido bautizados y, por lo tanto, estaban contaminados con el pecado original, pudieron salir de ahí y llegaron al cielo a la presencia de Dios Padre. Otra gestión muy interesante aunque bastante controversial fue la de sacar a la vaca y al burrito del nacimiento del niño Jesús. Además de todo esto, sin duda, el Papa alemán debe haber realizado muchas cosas importantes para el desarrollo y evolución de la Iglesia; eso está fuera de toda duda.
Independientemente de su obra pastoral y de las reacciones que, fundamentadas o no, han generado su decisión, me parece una actitud valiente y sincera su renuncia en pleno uso de sus facultades pero, enfrentando la realidad de que los años no pasan en vano y que, a muy corto plazo esas facultades se verán mermadas y disminuidas. Esta actitud es digna de admiración y aplauso. Es una actitud que contrasta con el empecinamiento que tienen algunos líderes políticos de aferrarse a los cargos y gobernar con títeres y testaferros que asumen responsabilidades no encomendadas. Gobiernan desde alguna cama de hospital, alejados de su país, engolosinados con el poder y la gloria.