Relato de oro negro

Realmente muy sugestivas las crónicas sobre la población de San José de Ancón, localizada hacia el occidente de la provincia de Santa Elena. Es que este noviembre se cumplieron cien años de cuando allí fuera perforado el primer pozo de petróleo, dentro de territorio ecuatoriano, y por obra de una compañía inglesa.

El “crudo” que brotó , fue de excelente calidad y contenía escasas proporciones de azufre, lo que facilitaba la refinación y alcanzaba mejores precios en el mercado internacional.

Pero acaso el dato más sorprendente fuera que las primeras noticias de este yacimiento, derivaron de nada menos que todo un medio milenio y se debieron a un soldado que acompañaba al propio Sebastián de Benalcázar, el fundador de San Francisco de Quito, durante las primeras peripecias de la conquista española –también de los primeros conflictos entre los mismos peninsulares– y quien con grandes capacidades de observación, las fue poniendo por escrito.

De ahí resultó una obra que tiene el título algo engañoso de ‘La Crónica del Perú’, bien entendido que aludía prácticamente a toda la vertiente occidental de la Sudamérica de aquellos turbulentos tiempos.

El autor se llamó Pedro Cieza de León. Había pasado al Nuevo Mundo en el temprano siglo XVI; había servido a las órdenes de Jorge Robledo, por el valle del Cauca, y luego lo hizo bajo el mando de Benalcázar. Un solapista de la colección Austral, dice que en el libro “describe ríos, volcanes, ciudades en grandes y hermosos valles, parándose a pintar usos y costumbres, mujeres de cabellos muy bien peinados y adornados con joyas de oro y hombres valientes que adoran al Sol y hablan con el diablo en la oscuridad”. Inclusive el ‘pacificador’ Pedro de la Gasca al leer el manuscrito, se interesó por él y le ayudó con muchos e importantes datos y documentos.

Pues bien: al llegar hasta el capítulo cincuenta y dos de la ‘Crónica’, el cronista anuncia los temas de los pozos que hay en la punta de Santa Elena, de la venida que según cuentan hicieron los gigantes y del ojo de alquitrán que en ellos está. Lo de los “gigantes” ha sido juzgado por los comentaristas, como huesos “no de seres humanos, sino de mamíferos fósiles extinguidos, que venían asociados con el recuerdo, vago y temeroso, de algún remoto pueblo oceánico, melanesio o polinesio”. Sigue el cronista: “Se ve una cosa muy de notar, y es que hay ciertos ojos y mineros de alquitrán tan perfectos, que podrían calafatear con ellos a todos los navíos que quisiesen, porque mana; y este alquitrán debe ser algún minero que pasa por aquel lugar, el cual sale muy caliente; y de estos mineros de alquitrán yo no he visto ninguno en las partes de las Indias que he andado…”.

La operación de calafatear consistía en mezclar estopa y brea para cerrar las junturas de las embarcaciones de madera y lograr que allí no entrase el agua.

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