En forma reiterada, los principales voceros del Gobierno han declarado que la movilización de las organizaciones indígenas y sindicales, a la que se han sumado diversos gremios profesionales, responde a un plan de la derecha para “desestabilizar” a las autoridades legalmente elegidas por el sufragio popular. Lo han dicho bajo el amparo de una “teoría” que se refiere a las estrategias para derrocar dictaduras, y han justificado de este modo el endurecimiento de sus propias posiciones, que se anuncian frontalmente opuestas a cualquier posibilidad de diálogo con los dirigentes de los sectores descontentos.
Es evidente, desde luego, que la derecha más recalcitrante, heredera de las viejas oligarquías costeñas, se encuentra muy activa. Precisamente, sus máximos representantes acaban de convocar a sus propias marchas que deberán realizar en Guayaquil en esta fecha, coincidiendo con el paro anunciado con anticipación por los movimientos sociales. Sin duda alguna, tales representantes de la derecha quieren proyectar una imagen “avanzada”, presentándose como un sector político que se solidariza con los reclamos o exigencias de origen popular. En otras palabras, no han inventado nada nuevo: nuestra historia, y sobre todo la más reciente, está llena de episodios semejantes, en los que esa misma derecha se ha montado en el caballo de los movimientos populares para aprovecharse de ellos, y deshacerse del pueblo una vez que han alcanzado su objetivo.
No me parece adecuada, por lo mismo, la actitud asumida por las fuerzas del Gobierno: al atribuir a la derecha la inspiración, e incluso la dirección de las movilizaciones populares, ¿no están ofreciendo graciosamente un buen regalo a la derecha? ¿No es necesario establecer una prudente distinción entre esa vieja derecha y la expresión de varios descontentos? Pienso que el Gobierno, cuya estabilidad es necesaria, haría mucho mejor al buscar un real acercamiento a los movimientos y organizaciones populares. Se trata de un Gobierno que se proclama de izquierda, y al menos en principio se supone que debería coincidir con todas las fuerzas que también se ubican en la izquierda. No se debe, por lo tanto, satanizar la agitación democrática al atribuirle perversas intenciones: al hacerlo, solo se consigue resquebrajar una fuerza que hace apenas ocho años fue incontenible.
Acercarse a los movimientos sociales y a las organizaciones indígenas, sin embargo, no consiste solamente en invitarlas a un diálogo sobre el cual pesan muchos recelos. Consiste, sobre todo, en emitir señales de firme decisión, que podrían referirse a las principales y legítimas demandas actualmente formuladas. De lo contrario, volveremos a vivir la misma historia: una derecha oligárquica, defensora del capital y de sus ideologías, que se beneficia de los desgarramientos de una izquierda difuminada por sus divergencias y contradicciones internas.
Al fin y al cabo, no está en juego solamente la estabilidad de un gobierno legalmente elegido, sino el porvenir de toda nuestra compleja sociedad.
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