Dejando aparte las evidentes tácticas políticas que encierra la consulta convocada por el gobierno, hay un tema de fondo que el torbellino de la propaganda va ocultando: como en los viejos tiempos ultra conservadores, el régimen de ahora, que se dice de izquierda, propone algo que creíamos superado por la revolución laica del Alfaro y hasta por el “garantismo” constitucional. El asunto consiste en la aventurada propuesta de que el poder reforme las costumbres, que haga de padre de familia y de cura confesor, que por tanto, dictamine lo que es bueno y lo que es malo, que prohíba tradiciones, que penalice pautas de la sociedad civil y que se confunda el delito con el pecado.
Lo grave es que se apele al moralismo y que, desde la política, se pretenda diseñar la vida de la gente. Primero será qué ver y qué no ver, después será qué pensar y qué desechar. Esa ha sido una inclinación típica de gobiernos teológicos a los que los liberalismos en todos los tiempos combatieron con firmeza, porque lo que aquella atrevida táctica implica es, en definitiva, meterse en las consciencias, eliminar la posibilidad de que cada individuo elija, de que cada cual acierte o se equivoque. Y todo, según el catecismo impuesto por algunos “pensadores” que, por su cuenta y riesgo, y asumiendo el papel de novísimos obispos, deciden desde sus cenáculos cómo debe ser la felicidad de los “feligreses/ciudadanos”.
Se dirá que va ser el pueblo soberano quién decida. La verdad que es que en toda consulta el que decide de antemano es quién pregunta y quien domina en la propaganda En consecuencia, el que contesta se limita a obedecer mansamente. Recordemos cómo se votó la Constitución de Montecristi, sin leer ni entender. Y ya vemos las consecuencias. La verdad es que la mayoría de la gente vota sin saber o guiándose por la más primaria emotividad. En la consulta se repetirá ese episodio, entre trágico y burlesco, de la “democracia directa.”
El tema de fondo: con las preguntas sobre toros, gallos y casinos se está profundizando y se pretende legitimar la confusión entre la política, la moral y las costumbres. Se le está pidiendo a la gente que avale una tendencia peligrosa –el poder convertido en sacerdote-, que después de poco satanizará y prohibirá otros espectáculos, conciertos y entretenimientos, que molestarán a cualquier inefable moralista que ejerza transitoriamente un ministerio o intendencia de policía. Curioso y paradójico, además, que la propuesta provenga de un gobierno compuesto por alguna gente que, alguna vez, dijo creer en la discrepancia y el debate.
Permitir que el poder –gobierno o municipio- juzgue temas de costumbres y moral, admitir que nos diseñan la felicidad, es abdicar del más fundamental de los derechos: la posibilidad de elegir sin que el policía nos persiga. Y vivir conforme a la conciencia.