El proceso electoral del 24 de marzo deja abundante material para que los gurús de la política elucubren sobre los resultados, sus efectos en el inmediato futuro y, muy especialmente, sobre las elecciones generales del 2021. Dejan, eso sí, serias preocupaciones por la gravísima dispersión de las fuerzas políticas y sobre el papel que podrá desempeñar el flamante Consejo de Participación. Ahora, me animo solamente a proponer para el debate algunos temas jurídico-políticos.
El primero tiene que ver con el porcentaje de algunos de los candidatos ganadores para dignidades tan importantes, como la alcaldía de Quito. El elegido accederá a esa función con un escaso 21,33 por ciento de los votos. Claro, se dirá, en democracia se puede ganar con un solo voto. Recordemos sin embargo que, desde hace algunos años, en muchos países se ha implantado el balotaje para algunas designaciones; en el Ecuador concretamente para la presidencia de la República; en Francia, para todas las elecciones unipersonales. La razón: que el elegido goce de una mayor representatividad y, si se quiere, de una mayor legitimidad y, en consecuencia, de más amplia capacidad política. ¿No sería conveniente implantar un sistema similar, con variantes para cargos de especial importancia?
El segundo tema es la elección por distritos. Me pregunto cuál fue el propósito que se tuvo al implantar este sistema. Como soy mal pensado, sospecho que la intención, con la aplicación simultánea del método d’Hondt para la distribución de escaños, fue garantizar al partido de gobierno mayorías desproporcionadas e injustas en los organismos colegiados. Lo que acaba de ocurrir ahora mismo en la elección de concejales de Quito. La lista del correísmo, en el distrito sur, con el 27,86 por ciento de los votos, obtiene tres concejalías, es decir el 60 por ciento. ¿Puede haber una representación más escandalosamente injustificada? Hay que repensar seriamente el sistema distrital. Si lo queremos en forma definitiva, y si consideramos que permite la formación de mayorías y una fácil gobernabilidad, pues habría que llevarlo a su máxima expresión: distritos uninominales; pero si queremos un sistema que respete a las minorías, por cierto a minorías significativas, hay que eliminar los distritos y, sobre todo, el método d’Hondt.
Un tercer tema: la obligatoriedad del voto. Desde hace varios años este tema viene discutiéndose, y se lo ha mantenido particularmente por el afán de garantizar la mayor participación de los ciudadanos en los procesos electorales. Pero más allá de este objetivo, la cuestión de fondo sería la siguiente: ¿el voto facultativo atenta contra los derechos de los ciudadanos y contra la igualdad ante la ley? Si la respuesta es no, en esa perspectiva conviene examinar lo que ocurre en otros países. Y parecería que aquellos en que la democracia se presenta con mayor solidez y madurez son los que han optado por el voto facultativo. Por supuesto que esta alternativa exigiría una reforma constitucional.
Columnista invitado