El veto presidencial al Código Orgánico Integral Penal retrata de cuerpo entero al Régimen actual; pone en evidencia su comprensión del estado constitucional de derechos y de justicia, de la separación de poderes, del derecho penal, de la relación entre convicciones personales y autoridad.
Objetar u observar un proyecto de ley aprobado por la Asamblea Nacional es una potestad presente en todas las constituciones ecuatorianas recientes, es uno de los instrumentos que permiten la participación del Ejecutivo en la formación de las nuevas normas jurídicas. Razones de conveniencia, oportunidad, control de constitucionalidad, se esgrimen para defender la capacidad de veto; sin embargo, su mayor contribución a la democracia es equilibrar a los poderes.
La concentración del poder ha ido desvirtuando esta idea. El control político e ideológico de las funciones estatales prácticamente ha eliminado el debate legislativo. Los conatos de disputa al interior del partido mayoritario son pobres sucedáneos del debate democrático; no existe en la actualidad una real representación de la diversidad de visiones, creencias y convicciones presentes en una sociedad .
Si bien, en la Asamblea, la mayoría legislativa introdujo cambios a la propuesta plagada de errores que provino del Ejecutivo, la esencia represiva que la inspiraba se mantuvo y en los temas sensibles se impuso -en general- la visión presidencial o soluciones normativas muy cercanas al proyecto original.
En el veto se endurecen las penas, pese a que existe amplia evidencia de que en las sociedades democráticas no hay una relación directa entre sanciones más duras y disminución de la delincuencia; se prohíben las “visitas íntimas” a menores de 18 años con el argumento de que “es un error considerarlos adolescentes para delinquir, pero adultos para tener relaciones sexuales”; se elimina la referencia al género; se elimina la posibilidad de medidas alternativas para mujeres embarazadas, asegurando que son utilizadas por bandas criminales para cometer delitos, no se aporta estadística alguna, asumiendo que no estar en prisión preventiva es un sinónimo de impunidad.
Por las consideraciones hechas en la objeción, para el Régimen son igual de peligrosos -para la seguridad jurídica-, los jueces garantistas, aquellos que buscan hacer efectivos los derechos constitucionales, y los jueces corruptos; extraña comprensión compatible con la empobrecedora afirmación de que “el derecho a la defensa es la piedra angular sobre la cual se levanta el estado constitucional de derechos y de justicia”.
Con una perspectiva tan limitada de lo que significa el marco constitucional, pocas expectativas quedan de una aplicación garantista de la nueva legislación penal. Nos esperan años difíciles en un contexto de intolerancia y autoritarismo.