Hay algo desconcertante en el fútbol que paraliza a países enteros para ver cómo gladiadores contemporáneos salen a la cancha con las camisetas nacionales y derraman sangre, sudor y patadas para meter un gol y alcanzar la gloria cada cuatro años.
Es un deporte que distrae a las masas, entretiene a advenedizos, complejiza a los fanáticos, porque se amasa con las pasiones más primitivas de los seres humanos. Es la gran telenovela contemporánea, tragedia griega que ocurre en vivo y atrapa a toda la familia con los grandes arquetipos de la humanidad.
Analicemos un caso singular. Diego Armando Maradona, uno de los ejemplos más llamativos de la aparición de lo políticamente incorrecto en el fútbol universal. Sus seguidores demostraron que están dispuestos a pasar por alto sus transgresiones, su incapacidad para tomar en cuenta a los otros, su tendencia suicida, sus decisiones desacertadas…
Sin mediar centímetro de conciencia crítica, muchos fanáticos se rinden a sus pies para venerar una carrera luminosa (“el mejor jugador de la historia del fútbol”), sin advertir que semejante adoración sostiene o alimenta su propia locura o enfermedad.
Hasta el 10 de junio pasado nadie daba una moneda partida por la mitad por Maradona. Pesaban sobre sus hombros su decadencia ampulosa, su séquito de aduladores y locos. Pero también pesaba sobre sus espaldas un desempeño irregular como director técnico de una Selección que logró clasificarse en el Mundial 2010 con la respiración entrecortada, por la puerta de atrás, con un fútbol criticado por carecer de brújula.
Logró, además, lo imposible: que Lionel Messi fuera un fantasma de lo que hubiera podido ser en la carrera hacia Sudáfrica. Todos estos señalamientos resultan ciertos y comprobables. Como también es verdad que hacia el año 2005 Maradona parecía debatirse al borde de la muerte. Y no se murió. Salió con vida. Como un milagro, tiene un aspecto tan juvenil como hace 20 años.
Está más lúcido que nunca.
¿Cuál es la lección que sacan los feligreses? Que sólo Dios puede salvar a Dios”. No sé si Dios puede salvar a Dios, ni siquiera si Maradona es acaso un dios menor de todos los argentinos. Lo que no se puede negar es que el 11 de junio pasado, fecha en que arrancó el Mundial de Sudáfrica, operó en este jugador mítico un milagro, una suerte de mutación. Se ha convertido en el verdadero aliado de sus jugadores, uno más (quizás el más grande) que los acompaña y tranquiliza para que hagan lo que tienen que hacer, como si se tratara de un entretenimiento en el que lo más importante es divertirse.
Importa poco si la Selección argentina pasa por encima de todos los obstáculos que le quedan por delante en este Mundial y se corona tres veces campeón. O si cae en el camino.