Entonces, las calles de La Mariscal eran tranquilas; había pocos autos y escasas gentes, lindos chalets y raros comercios. La Amazonas era el ‘tontódromo’, bueno para pasear después de la misa en Santa Teresita, tomar helados y, si el bolsillo lo permitía, aventurarse a La Fuente en pos de un ceviche. Era el inicio de los setenta y, como siempre, gobernaba Velasco Ibarra. La universidad era la voz y presencia de la vida nacional y el espacio de una juventud lectora e inquieta que hacía política desde la calle y, que, cada cierto tiempo, ponía a temblar a los gobiernos. Estaba vivo el recuerdo del Mayo francés, y aún resonaba por acá aquello de “seamos realistas, pidamos lo imposible”.
Libri Mundi abrió su local en aquellos días, y rompió el viejo concepto de la librería entendida como sitio a medio camino entre expendio de libros y papelería. Se inauguró así un espacio para lectores, donde era posible acudir a quedarse, a matar las horas muertas que dejaba la universidad, a husmear, hojear y leer al calor de una rara hospitalidad y de una taza de café. Allí se podía, sin prisa, “descubrir” libros, hacer amigos y mirar un periódico extranjero. Enrique Grosse-Luemern asesoraba, sugería y atendía a una clientela que llegaba en pos de novedades. Ese alemán, flaco, ubicuo y culto, en poco tiempo, se convirtió en un referente de estudiantes curiosos, mochileros escasos y viejos y nuevos intelectuales. Eran los días en que ahorrábamos con avaricia para comprar el último de Ortega y Gasset, o ‘El Lobo Estepario’ o el voluminoso ‘Ulises’ de James Joyce. Tiempos de ideas fueron esos, tiempos amables de una ciudad amable que murió sin que lo sepamos, que se fue sin adioses, dejando en algunos de nosotros eso que se llama nostalgia.
En estos días, se anuncia el cierre del local clásico de Libri Mundi, en la Juan León Mera. Persistirán otros, pero sin el sabor ni la tradición del espacio en que pudimos buscar rarezas y actualidades, charlar y comprar, y en el que también los hijos aprendieron de los libros, en aquellos textos infantiles ubicados en el altillo, donde ellos iniciaron la aventura de leer.
Concluye una época, y quizá sea el signo de otra más presurosa y menos profunda. Es tal vez el triunfo de quienes anuncian la caducidad del libro y el imperio de la Red. Época de escasas lecturas sin charla, librerías sin calor, malls sin personalidad y clase media sin cultura. Termina el tiempo en que La Mariscal era otro mundo y Quito, otra ciudad, y en que nosotros, fieles lectores, iniciábamos el reto de leer y la aventura de pensar en libertad, esa que ahora se ha vuelto esquiva, problemática y riesgosa, esa que podremos extrañar aún con más nostalgia.
Libri Mundi marcó un tiempo. Sobreviven ‘Rayuela’ y Tolstói, y sus ilustradas libreras.
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