Cuando la ira y la impotencia abruman a los ciudadanos de América Latina ante la desidia e indiferencia de los gobiernos frente a la tragedia que azota al pueblo venezolano, alivia recordar la experiencia del Grupo Contadora en enero de 1983. Algunos países soberanos y demócratas, con el objeto de encontrar una ruta para la paz en Centro América concertaron una agenda, en una histórica cruzada destinada a superar la horrenda etapa de barbarie que asolaba a la región. Un proceso concreto y efectivo que hoy es ignorado por gobernantes como Michelle Bachelet, Mauricio Macri y otros. Fue entonces que se adoptó el nombre de la isla panameña Contadora, sede de la reunión inicial, que luego se cambió por el grupo de los Ocho y finalmente Grupo de Río.
Este recuerdo es válido al observar lo que sucede en las principales ciudades de Venezuela donde la población civil lucha en las calles, con víctimas a cuestas, contra la fuerza pública y paramilitar que disparan a ciudadanos de su misma nacionalidad.
La OEA resulta inútil o bloqueada por las pequeñas islas del Caribe que subsisten gracias al petróleo de los gobiernos venezolanos socialistas y que en la Asamblea General tiene el mismo voto que Brasil, Argentina Chile o México.
La situación venezolana amenaza con evolucionar de la resistencia ciudadana hasta la confracción directa con el gobierno civil – militar que gobierna. La entrega real o ficticia a milicias no militares evidencia un propósito de “llegar hasta las últimas consecuencias”, sin importar los costos sociales.
Es comprensible el aturdimiento y la confusión que deben experimentes los ciudadanos de Chile, Argentina, Uruguay, Costa y México ante el accionar geopolítico de sus gobernantes que solo enarbolan la bandera de los exclusivos intereses, sustituyendo a los históricos que siempre se proclamaron. Se olvidan que la independencia fue un capítulo de la historia mundial y colectiva de Occidente. El Abrazo de Maipú entre San Martin y O’Higgins, los trazos estratégicos del octubre de 1820 en Guayaquil, las batallas de Riobamba, Pichincha, Junín y Ayacucho han prescrito, no en el baúl de los recuerdos heróicos de la patria, sino en el desván del olvido de las egoístas democracias contemporáneas.
Es compresible que el gobierno saliente del Ecuador apoye la represión en el país llanero. Es un acto de consecuencia nacido de las arenas manabitas de la refinería de El Aromo y en la estatua del presidente argentino que se exhibe sin rubor a la entrada el palacio de Unasur. Ojalá que la voz del presidente electo del Ecuador, en su estilo cauteloso y diplomático, se la escuche también respecto a este drama continental; también, que en América no se vuelvan a escuchar las voces desesperadas de los patriotas húngaros ante el avance de los tanques soviéticos sobe Budapest .
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