Reales posibilidades

Cada día que pasa, vemos actitudes y acciones que nos llevan a dudar de si los seres humanos somos capaces de volvernos menos destructivos o si, al contrario, la destructividad tan evidente de nuestra especie está en nuestra esencia y nuestro destino, y nos llevará, inevitablemente, a alguna hecatombe.

Muchas realidades contemporáneas nos dan motivos para pensar lo peor: los incendios en la Amazonía que se cree provocados, y la desidia y posible complicidad del presidente Bolsonaro ante tan monstruosa posibilidad; los recurrentes tiroteos en escuelas, centros comerciales, templos y teatros en los Estados Unidos, ante los cuales la clase política se mantiene impávida, inmovilizada por la nefasta influencia de intereses corporativos y la rigidez ideológica en defensa del derecho constitucional a portar armas, jamás concebido para que el ciudadano común tenga acceso a mortífero armamento militar; el continuado horror en Venezuela, donde a causa de la hiperinflación el salario básico ha caído al equivalente de dos dólares mensuales, con los cuales es imposible que una persona pueda alimentarse, mucho menos alimentar a una familia, y el régimen criminal de Maduro y sus secuaces sigue con la cantaleta de que no tienen ninguna responsabilidad por esa debacle que según ellos es culpa de todos menos de ellos; el hecho que en los últimos quince años, el número de refugiados que han huido de sus lugares de origen a causa de conflictos armados ha subido de alrededor de once a más de setenta millones de personas. La lista de horrores que unos humanos están causando a otros, en grandes grupos o en la privacidad de hogares, escuelas, lugares de trabajo, cárceles, burdeles, es infinita. Y detrás de esas evidencias innegables de que los humanos podemos ser espantosamente destructivos existe todo un conjunto de creencias, coherentes con esos hechos, entre ellas la visión de Thomas Hobbes de las sociedades humanas como junglas despiadadas en las cuales cada quien busca solo dominar y explotar a todos lo demás, y la creencia, compartida por romanos, cristianos, Maquiavelo, Freud, de que nuestra naturaleza es esencialmente mala, pecaminosa y agresiva.

En medio de todos esos oscuros y temibles torbellinos de ideas y de hechos, he vivido durante casi cinco décadas al lado de una mujer extraordinaria, mi bella y amada esposa, amiga y compañera María Antonieta, quien nos ha dado, a mí y toda nuestra familia, evidencias diversas e infinitamente reiteradas de que los seres humanos pueden ser fuentes de constante luz y bondad. Serena, equilibrada, amable, libre de malicia y de soberbia, sensible ante los dolores y temores de los demás, cálida, justa, es la persona que más claramente me ha permitido ver las reales posibilidades que encierra la condición de ser humano.

jzalles@elcomercio.org

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