Ninguno de los abusos del régimen cubano pueden, según Rafael Correa, ser reprobados. Correa pretende que se invite a los Castro a la mesa común de la Cumbre de las Américas, pese a las violaciones de los derechos humanos más elementales de su pueblo y pese a que persiguen, golpean y encarcelan a los disidentes por el presunto delito de tener una opinión distinta al discurso único que pregona el régimen dictatorial cubano y sin importarle que los ciudadanos no puedan siquiera entrar y salir libremente de su propio país, lo que supone una violación clara, flagrante y permanente de la Carta de Derechos Humanos de las Naciones Unidas.
Lo de Correa no es ciertamente sorpresivo. En rigor, es absolutamente coherente con todas sus demás conductas autoritarias. Es el mismo resentido y rencoroso mandatario que está tratando constantemente de destruir -o someter- a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, simplemente porque su actividad le incomoda en su empeño por eliminar de cuajo la libertad de prensa en su país. Mientras, se afana en procurar su reelección presidencial sempiterna, pues insólitamente se cree imprescindible e indispensable.
En su arrogante intolerancia, Rafael Correa sostiene que jamás volverá a asistir, en representación de su país, a una conferencia similar si a la misma mesa no está sentada Cuba. También es grave que Argentina y Brasil hayan hecho veladas advertencias en el sentido de que también podrían asumir una actitud tan grotesca y caprichosa como la de Correa, despreciando los compromisos que dieron en su momento luz a la Carta Democrática Interamericana.
La diplomacia, en un mundo interdependiente, supone interacción, no imposiciones y estar dispuesto a escuchar, y exige el respeto constante de la regla de los consensos. Supone estar preparado para el diálogo, aceptando las reglas comunes y actuar con la modestia propia del respetuoso y cumplidor y no con la arrogancia típica del vanidoso que cree ser un predestinado. Esto exige no repudiar a quienes tienen opiniones distintas. Más aún, cuando ellos se ajustan a reglas y compromisos que son comunes para todos.
A la manera de contrapunto, el parlamento ecuatoriano ha comenzado a debatir la llamada Ley de Comunicación enviada por Correa, emparentada con nuestra ley de medios, a través de la que se procura limitar la presencia de los medios privados y regular sus contenidos, en otro esfuerzo por tratar de amordazarlos para que no puedan jugar su rol constitucional de informar y poner límites a la arbitrariedad del poder..