Tengo dos muy buenos amigos que escuchan al presidente Rafael Correa todos los sábados. Ellos dicen que los medios de comunicación no dan suficiente cobertura para todos los cambios que están pasando en infraestructura o sobre el acertado proceso de control de calidad en la educación superior, o sobre el primer catálogo del patrimonio nacional, o los nuevos programas de protección de menores de edad. Sería un ejercicio de deshonestidad intelectual decir que el Gobierno no ha hecho cosas bien y que no tiene programas exitosos. Lo que nunca entendí es porqué el Presidente ha vendido la idea que todo esto solo se puede hacer a cambio de eliminar la democracia y las libertades. Y por este camino perdió completamente la ética en el manejo del poder. Pues ha perdido la ética quien es capaz de usar todos los recursos humanos, simbólicos y presupuestarios del Estado para hundir moral, financiera y profesionalmente a ciudadanos por el delito de pensar y publicar lo que piensan, por más disparatado y acusatorio que esto sea. El Presidente quiere borrar con un par de sentencias cientos de años de lucha por el derecho a decirle al poder lo que uno piensa, sin temor a la cárcel o a la ruina.
Lo que es peor, el Presidente se ha convencido a sí mismo y a la gran mayoría de ecuatorianos que principios absolutos como la libertad y la justicia deben tener -como lo escribió la jueza Portilla- “límites”. Y lo que es aún más paradójico en un gobierno de ex profesores universitarios, se han convencido y han convencido a los demás que hay “la verdad”, una sola, sin matices ni posibilidades de interpretación.
Sin embargo, la culpa no es solo del Presidente, sino también de los miles de ciudadanos que están dispuestos a apoyarle -incluso a palos- a cambio de programas. Aún más grave es la responsabilidad de amigos y funcionarios que pudieron y debieron pedirle que rectifique. ¿Cómo entender que funcionarios de este Gobierno -por ser fieles al líder- tengan que traicionarse a sí mismos, al país y a los principios que antes defendían? ¿Cómo entender que no haya uno solo -ni uno- que decida renunciar a su cargo o a su posición de poder por defender principios humanos básicos como el de la libertad y la justicia?
El país acaba de perder una batalla más por una justicia plena. Se acabaron los viejos sueños de separar la justicia de la política. Después de lo que pasó el jueves, es comprensible y humano que Juan Carlos Calderón y Christian Zurita busquen asilo, que Emilio Palacio busque otra vida y que los Pérez busquen justicia en la Corte Interamericana.
Se entiende también que la jueza Mónica Encalada haya hecho lo mismo. Hay que estar dispuesto a ir a la cárcel por defender la libertad (¡qué paradoja!), pero la verdad, las garantías han dejado de existir y todos estamos a merced ya del poder o de la turba. Asistimos al fin de la razón y de la ética. Y así no tenemos futuro.