La lección que dejó la revolución quiteña del 10 de agosto de 1809 consistió en que, por primera vez en la América española un grupo de americanos elevó su voz para decirle a un monarca absolutista que el soberano no es el rey sino el pueblo. A comienzos del siglo XIX y en el ámbito del imperio español, esta idea sonaba a herejía y rebelión. Y si el soberano es el pueblo, como lo sostuvieron los quiteños, el pueblo delega al rey su soberanía para que la ejerza a su nombre. Estaba claro que si el rey gobernaba en forma arbitraria o si se hallaba impedido de ejercer la autoridad, dicha soberanía retornaba a su fuente originaria; esto es, al pueblo. Claro que tal doctrina ya había sido enarbolada por los franceses en 1789. Este antecedente ha llevado a suponer que los quiteños de 1809 se inspiraron en los ideólogos de la Revolución francesa.
Sin negar la posibilidad de tal influencia, yo considero como más probable que los patriotas quiteños tomaron la doctrina de la soberanía popular de las fuentes filosóficas que ofrecía la escolástica, fuentes en las que las elites criollas se habían formado desde el siglo XVII. No solo fue Santo Tomás el sustento de esta idea sino, sobre todo, el filósofo jesuita Francisco Suárez (1548-1617) y cuyo libro “De legibus ac Deo Legislatore”(publicado en 1612 y cuya lectura estuvo prohibida en España y sus colonias hasta 1769, esto es, dos años después de la expulsión de los jesuitas) sostiene, por razones no solo teológicas sino políticas, la igualdad y libertad innatas de todo ser humano (principio que en el siglo XVI y ante los excesos de la conquista española ya fue defendido por el dominico Francisco de Vitoria, el precursor del “derecho de gentes”). Tal teoría permitía al pueblo elegir a su representante para que lo dirija mediante un “pacto” por el cual el gobernante recibe la soberanía como un mandato. Rousseau no hizo sino repetir, casi dos siglos después, la doctrina del granadino Francisco Suárez.
En 1808 la monarquía española fue secuestrada por Napoleón. Los invasores franceses controlaban la Península. En ese momento, una élite letrada de quiteños empezó a fraguar la primera rebelión americana contra una monarquía acéfala. Es claro que la doctrina suareciana de la soberanía popular está presente en los documentos redactados por los rebeldes quiteños de 1809. Prueba de ello es el hecho de que el célebre libro de Suárez formaba parte de las bibliotecas de Quiroga y de Cuero y Caicedo, mentalizadores de la rebelión. En el primer manifiesto de la Junta Soberana se expresa que al hallarse Fernando VII prisionero de Napoleón, este se encontraba impedido de ejercer el mandato, por lo tanto –alegaron los quiteños- “han cesado también sus funciones quedando por necesidad la soberanía en el pueblo”. Y fue ese pueblo, por boca de sus dirigentes, el que proclamó la autonomía, primero, y su independencia, después.