La pandemia está mostrándole al ser humano que quizás nunca llegue a ser el amo de la naturaleza pese a todo su conocimiento; que Humboldt estaba en lo correcto cuando advertía, durante sus intrépidas exploraciones por Sudamérica, ya hace 220 años, sobre los problemas ambientales que 25 años más tarde plasmaría dentro de su gran obra ‘Cosmos’, un viaje desde el sistema espacial hacia el núcleo de la Tierra.
Él fue capaz de ver algo que quizás nos iremos sin aprender y que suele -o solía hasta no hace sino unas décadas- enfurecer a los científicos más ortodoxos: la naturaleza es un conjunto en el que todos sus componentes -animados e inanimados- están entrelazados en un intrincado tejido similar al de una red. Y la idea parece funcionar no solo para la relación entre los ecosistemas naturales sino, incluso, entre los ecosistemas artificiales.
En Chile se está cuestionando en estos momentos a fondo uno de los símbolos más poderosos de su sistema económico: las AFP. Y no son las voces de la calle que sonaron fuerte en octubre sino los votos en la Legislatura, incluidos los de la bancada gubernamental.
Pero no se trata de Chile sino del planeta: los recursos económicos, tecnológicos, educativos, sanitarios están repartidos de tal manera que hemos vuelto a la Tierra una bomba de tiempo. ¿Cómo hallar la ecuación para que la casa de todos no salte en pedazos y, al mismo tiempo, seguir llamándonos humanos?
Si hay algo en común entre las ideas que se han escuchado en este tiempo de buenos propósitos, es la urgencia de dejar de consumir tanto, de volcarse sobre modelos productivos sostenibles y de bajo impacto. De regirse por un sentido de responsabilidad más allá de la riqueza acumulada o del control de sectores clave como la tecnología, que debiera ayudar a resolver los problemas y no a agravarlos.
Hay quienes plantean que la naturaleza está tratándonos ahora como a unos niños: nos está mostrando límites y a saber que no podemos hacer lo que nos venga en gana. En la pandemia ha habido muchos ganadores, pero los perdedores los superan en una proporción inimaginable. El gran salto consistiría en no darle a la enfermedad un sentido malthusiano sino más bien de curación.
Ecuador siente más que nunca su alto grado de dependencia y su pobreza, fruto de un potencial mal administrado y de un saqueo permanente de su escasa riqueza. Lo que más indigna hoy son las raterías en medio de la crisis sanitaria y la suplantación canalla de una condición sagrada como la discapacidad.
Aunque en estos días de virus han aparecido algunas señales económicas y políticas que simplemente no existían, el cuento del país corcho, que siempre reflota, está menos claro que nunca. Hay potencial para salir adelante: la gente no se rinde y es posible reinventar el modelo. Pero es tiempo de escuchar a quienes quieren gobernarnos.