Queridos amigos chilenos:
Tengo gran cariño por muchos países de América Latina, pero Chile tiene un lugar especial en mi corazón. Por eso me atrevo a escribir este artículo dedicado todos los amigos que tengo por allá. Y lo hago porque me preocupa que les pase lo mismo que a nosotros los ecuatorianos.
Porque en el 2006 el Ecuador podía mostrarle al mundo una importante caída de la pobreza (desde 1999), una mejora en la distribución del ingreso y, por primera vez en la historia, un fondo de ahorros del gobierno. Si bien eso decían los números, los recuerdos de una terrible crisis predisponían a la gente a creer que estábamos mal, mal y empeorando.
Ahí llegó Rafael Correa y se concentró en decirnos que estábamos tan mal que era indispensable refundar la república. Él insistía que la pobreza crecía, que la distribución del ingreso empeoraba y que no era necesario tener ahorros públicos. Lo que decía era falso, pero no importaba porque ese discurso, ayudado por su innegable carisma, encontró tierra fértil en una población que no superaba el trauma de una crisis bancaria de 1999.
Y llegó al gobierno prometiendo que cambiaría la constitución. En los primeros meses de su período llamó a un referéndum para convocar una onstituyente y lo ganó con el 82% de los votos (claro que para hacerlo tuvo que destituir a más de la mitad de los legisladores). La Constituyente redactó un texto enorme, lleno de derechos, lleno de obligaciones para el gobierno, confuso y que hasta le da derechos a “la naturaleza”. Como es obvio, mucho de lo que está ahí es completamente inaplicable (como altos niveles de gasto público, algo imposible en un país con un déficit fiscal de 9% de su PIB).
Eso fue hace 13 años, pero desde ahí tenemos una oposición muy dividida frente a Correa, que, a diferencia de ese líder populista, nunca logró llegar a los corazones de los ecuatorianos y que desperdició mucha energía argumentando con números y datos que, indiscutiblemente, no eran la herramienta para derrotar a alguien que hablaba desde el resentimiento de quien había visto la riqueza de cerca pero nunca había tenido acceso a los círculos exclusivos de un país excluyente.
Y la oposición nunca captó que mientras no desarrolle la compasión necesaria para entender los problemas de los más pobres, nunca iba a ser capaz de comunicar efectivamente un mensaje de optimismo, único antídoto contra el resentimiento. La gente no es tonta y sabe distinguir el discurso que viene desde el privilegio y aquel que viene del corazón y muestra una mezcla de respeto, comprensión, compromiso y compasión por el prójimo menos favorecido. Entender al prójimo, al otro, al que está lejos, parece ser la herramienta clave para evitar la polarización de un país.