¿Qué tienen en común un argentino que divierte al mundo entero con sus genialidades con el balón y unos diablos medioevales de barbas, turbante y Kalashnikov que aterrorizan a millones de afganos, empezando por las mujeres y las niñas?
Cinco letras: Qatar. Una península pequeña y desértica cuyo petróleo y cuyo gas inflan de tal modo la chequera de esa monarquía absoluta que le permite intervenir en un deporte tan exótico como el fútbol y jugar también en la política internacional, convirtiéndose en intermediaria indispensable entre Occidente y los talibanes, a quienes ha respaldado desde su primer gobierno.
Estos jeques que compran sin despeinarse (nunca se despeinan) a estrellas como Messi para el PSG y desprecian los 235 millones que el Real Madrid ofreció por Mbappé, consiguieron bajo la mesa los votos necesarios para convertirse en la sede del próximo Mundial, al que Ecuador también anhela acudir. Y, aunque tienen un ingreso per cápita altísimo, explotaron a los migrantes que construyeron los espléndidos estadios.
Hábiles en el manejo de la marca país, la comunicación y los hilos sedosos de la diplomacia, sustentan también a la poderosa cadena Al Jazeera, que transmite desde allí una visión alternativa a la CNN, para solaz de la izquierda resentida y el mundo árabe. Es que, vistos desde el otro lado, los talibanes constituyen un movimiento de liberación nacional que derrotó a los invasores rusos y gringos sucesivamente. (Pobres gringos, desde la Segunda Guerra Mundial han perdido casi todas las millonarias guerras que han emprendido para imponer su modelo de democracia).
Sobre los imperios y Qatar hay mucha tela que cortar. Limitémonos al fútbol. A muchos les parece que ir a jugar con el balón en las arenas ardientes del desierto es tan extravagante como organizar carreras de camello en la verde selva donde brota nuestro modesto petróleo, pero cabe recordar que la globalización del fútbol fue iniciada por el presidente brasilero de la FIFA, Joao Havelange, quien lo convirtió en un espectáculo televisivo y un inmenso negocio que dio pie a la corrupción y a cifras casi obscenas como los 260 millones que pagó el PSG por Neymar.
Aunque, puestos a comparar, esto sea una puchuela al lado de los 1200 millones que se esfumaron en la explanada estéril de la Refinería del Pacífico, donde convirtieron un tramo de bosque de El Aromo en algo parecido a las arenas de Medio Oriente.
Más allá de esas elucubraciones y desviaciones, llegar a Qatar se ha convertido en un objetivo nacional y la juvenil victoria de la selección el jueves fue como una vacuna contra el escepticismo, inoculada instantáneamente a millones de ecuatorianos/anas porque ese fenómeno social y global que es el fútbol puede servir por igual para lavar la imagen de unos países y para alegrar un rato la vida de otros.