Ger, el pueblito del Cañar, tierra de emigrantes y de ausencias, es la fotografía de un instante, la evidencia de una negación, el testimonio del dolor. Es el país visto desde la humildad. Para muchos, será el descubrimiento de los Andes que llega en la crónica del diario, en la nota circunstancial de la televisión. Será noticia que se olvida, que viene como hojarasca entre el torbellino mediático y pasa sin pena, solidaridad ni gloria. Ger, será un episodio más del desangre, de la renuncia. Será el tambo del que se parte para no volver más, porque la miseria y la soledad abruman. Y la tentación del mundo, del porvenir y la aventura son demasiado grandes, enormes, para resistir.
Como tantos otros, Ger está hecho de la cancagua que se dora con el sol de las tardes. Está hecho de las calles vacías que se confunden con el campo, donde va quedando el viento, algunos viejos, otras tantas madres y ningún joven. A muchas aldeas como Ger hemos llegado, y hemos partido con una vívida sensación de soledad, que no es solo la ausencia de su gente, ni es solo la nostalgia de quienes se quedan suspirando por los hijos. Es una soledad más humana. Más intensa. Es la misma que se advierte en las lomas áridas, en los caminos. La que se ve, si se sabe ver, en los camiones de paisanos que regresan cada domingo de la feria del cantón, a meterse otra vez en la vida que les tocó, en el rincón que espera.
Los pueblos andinos, vacíos muchos, son la mala conciencia de la sociedad urbana que les olvidó, que les negó. Que eligió ignorar el desangre de la migración porque había otros espectáculos que aplaudir. Que siente verguenza de las casas de bahareque y teja, de la cultura de la yunta y el burro, de la chalina y el poncho y que, despreciada y todo, sigue vigente en cada rincón de la cordillera. Ese mundo, real, tremendamente humano, sigue vivo luchando cada día. Pero alienta también en la memoria de quienes se han atrevido a mirar al país bajo el alero de una choza, desde el perfil de la loma, desde el chaquiñán o desde el páramo.
Ger me recuerda a tantos otros pueblos. Me recuerda el sur y su cordillera rugosa, dorada o azul, su mar de montañas interminables. Me recuerda a tanta gente, que sin gestos ni aspavientos, con su sola presencia, con su sola dignidad campesina, es una afirmación de esperanza. Me recuerda Achupallas, Gima, Urdaneta, Pumachaca, Tixán, y toda esa geografía que es la geografía del país olvidado, del que asiste desde lejos al festín, del que del poder solo sabe por la infamante propaganda que mancha la blancura de sus paredes.
Irse por el país en el intento de descubrirlo es tarea pendiente de todos quienes aspiran, de verdad, que la patria no sea solo palabra o estrofa, discurso o eslogan. Que sea la casa de la que los hijos no huyen, el patio al que todos llegan, el punto de partida, el sitio de encuentro sin odios ni revanchas.