El más socorrido argumento político es la “voluntad popular”. Es una utopía insuperable. Es el “amén final” que zanja toda discrepancia. El “pueblo soberano” es concepto que se repite en todas partes, el que subsana los desafueros, el que confiere racionalidad a lo irracional, el que barniza de legitimidad a lo ilegítimo. El pueblo es el comodín y el argumento del poder, el dogma intocable, la santísima trinidad.
El pueblo es la cómoda excusa, la salida por la tangente, porque: 1.- El pueblo, como entidad concreta, como sujeto político específico, con conciencia y voluntad, no pasa de ser una teoría. No existe en cuanto tal. Lo que existe es el elemento humano del Estado, la gente diversa y voluble, que no es ni puede ser un ente ni una realidad estructurada, distinta, con identidad única. La diversidad, la variedad humana de las poblaciones, desmienten la mitología del pueblo como divinidad que está por todas partes, y confirman que lo que tenemos son personas, individuos, seres humanos que no se sienten parte de alma colectiva alguna. Tenemos multitudes inorgánicas, masas, escuchas de discursos y sujetos pasivos de la propaganda.
2.- El presunto pueblo es generalmente elector desinformado, inducido por la propaganda, apasionado por el carisma de un caudillo, pero usualmente desconocedor del “proyecto”, de la Constitución o de la reforma que se somete a su decisión. La verdad es que quien pregunta es el que sabe, y quien nada o poco sabe es el que responde. Ejemplo, el referéndum de septiembre del 2008. ¿Quién supo lo que se votaba en la Constitución? ¿Quién leyó y aceptó conscientemente lo propuesto? ¿Es este un país de constitucionalistas que conocía el buen vivir, o el bio-socialismo del siglo XXI? Sin embargo, en la votación de ese pueblo, se funda la legitimidad constitucional.
3.- Quienes toman decisiones son minorías absolutas, asambleas o personajes, que ostentan representación popular, que proviene de votos igualmente desinformados, o que fueron elegidos por consideraciones emotivas, inducciones derivadas de la propaganda o de los viejos estribillos del cambio, la justicia social, etc. ¿Puede decirse que es el pueblo quien legisla si una ley se vota en minúsculo foro de asamblea de 60 personas? La verdad es que es la simple mayoría de un grupo minoritario de legisladores quien resuelve la bondad o maldad, la justicia o injusticia de una ley. ¿Puede esa “mayoría”, o la solitaria voluntad del Presidente, interpretar lo que es la felicidad, lo que es la moral, el porvenir de cada persona, lo que se puede o no?
Estos son, en todas partes, los grandes problemas del sistema político, que emergen y perturban cuando los regímenes enfilan hacia las sui géneris “democracias plebiscitarias”, en las que se apela cada vez más al pueblo y a la fiesta mediática de las elecciones.