Hace un par de meses murió el hermano Jean-Pierre Schumacher, superviviente de la matanza de los monjes trapenses de Tibhhirine en 1996. El pequeño monasterio estaba enclavado en el monte Atlas, en Argelia. En la noche del 26 de marzo un grupo de hombres armados se llevó a los hermanos de la comunidad y, pocos días después, los asesinó. Él y el hermano Amèdèe sobrevivieron de milagro. Esta historia se hizo viral, gracias también a la película “De Dioses y hombres” de Xavier Beauvois.
El hermano Jean-Pierre siempre vivió como una prueba el hecho de ser superviviente y durante mucho tiempo se preguntó por qué, en medio de tanta sangre y dolor, él vivía mientras los demás estaban muertos. Hasta que una monja le dijo algo razonable y valioso: “Para que usted pueda ser testigo de lo ocurrido”. Testigo. Esta es la palabra adecuada. Tendríamos que profundizar en el valor testimonial de nuestra vida como sobrevivientes de amores, éxitos y fracasos, alegrías y dolores que frecuentemente acompañan nuestro vivir.
Pienso en la madre que sobrevive a un hijo, o en los sobrevivientes de tantos Titanics hundidos en los fondos marinos. Pienso en los sobrevivientes de Auschwitz y de los mil holocaustos que empañan la condición humana. Y trato de sobrevivir en el desconcierto que me produce poder seguir pensando, diciendo mi vida y amando frente a tantos hombres y mujeres que han sido mucho más buenos, honestos y valiosos que yo y que la gran mayoría de los vivientes y que, sin embargo, han ido entregando su vida diluidos en el misterio que significa vivir y morir.
Nunca sabremos a ciencia cierta cuándo nos tocará rendir cuentas, pero algo sí es seguro: la vida es el tiempo precioso que Dios nos da para hacer el bien, para testimoniar los grandes y pequeños amores que, como un andamiaje invisible, han sostenido nuestra vida.
En el año 2018 el hermano Jean-Pierre, testigo de la oscuridad y de la luz, asistió en Oràn a la beatificación de los siete monjes de Tibhirine