En su matiz ontológico, la “provocación” es abordada sea como ayuda hacia la reflexión o bien como desafío. En sus dos acepciones, es una técnica y/o estrategia del actuar humano que entraña el propósito de suscitar cierta reacción, ponderada por el provocante con base en su destreza en la materia objeto del lance. Puede ser asumida en términos positivos en tanto manera de lograr un cambio cualitativo en la conducta del desafiado, o negativos si modula el solo gusto de exponer imperio. La provocación ingeniosa es bienvenida; la tonta es reprochable.
Como con cualquier exteriorización del subconsciente, es un modo de “des-ocultar” pretensiones. El “desocultamiento” para ser éticamente válido está llamado a ser verdadero. En tal sentido, la provocación será moral cuando partiendo de una realidad busca que se concrete en la producción de derivaciones de similar naturaleza. Tiene también un importante grado de “creatividad”, siendo que exige un esfuerzo intelectual en su transmisión… de la provocación.
De conformidad con lo expuesto, en el provocar el hombre manifiesta su capacidad de fusionar la percepción de la realidad con el atrevimiento provocador, para lograr la mutación pretendida a través de la incitación. En efecto, provocar es ese “incitar a algo”. La evolución del incitado depende de su habilidad ilustrada para (a) aceptar la provocación y adecuar el quehacer en mejor; (b) rechazarla cuando la provocación es ofensiva; o, (c) rebatirla con argumentos si el caso lo demanda.
No cabe reseñar la provocación sin traer a colación a Diógenes de Sinope, el Cínico. Fue un provocador que “se rebelaba ante las provocaciones inútiles”. Citémoslo. Para época de pandemia: fue amenazado de ser roto la cara con un solo puñetazo, a lo que Diógenes rebatió “y yo, de un solo estornudo a tu izquierda te haré temblar”. Ante la provocación de los aduladores, sostenía que es preferible la compañía de los cuervos, pues estas aves devoran a los muertos… y los aduladores, a los vivos. Provoquemos… pero con inteligencia.