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Las fuerzas de la naturaleza encuentran al Ecuador en medio de un agobiante pulso político que tiene como telón de fondo una crisis económica. Todo hace pensar que la evaluación de las movilizaciones, que alcanzaron su pico el jueves, será aún menos concienzuda y objetiva que de costumbre. Ni siquiera habrá tiempo para declararse estupefacto e indignado por el elemento de violencia introducido en las marchas.
No solo se trató de enmascarados en primera fila atacando con rudeza a una Policía que, por su parte, aplicó el uso progresivo de la fuerza, y ahora practica un curioso y aparatoso sistema de ‘protección’ a manifestantes como Manuela Picq antes de dejarla al filo de la extradición, sino de sujetos que atacaron a los manifestantes desde adentro. Un peligroso juego que se puede salir de las manos y del que nadie va a salir beneficiado, excepto que la apuesta sea crear o justificar la violencia.
Naturaleza y economía han sido factores sumamente decisivos para la estabilidad -o la inestabilidad- política a lo largo de la historia nacional. Incluso en países con economías sólidas y con sistemas de aseguramiento y prevención bien apuntalados financieramente, los costos de una catástrofe natural generalmente son traumáticos y pueden terminar pasándole factura a la política.
A veces llegan como la guinda del pastel, como les sucedió a dos gobiernos de signo distinto: en 1982 al expresidente Osvaldo Hurtado, con la sequía en Manabí y la posterior temporada invernal, que complicó todavía más la crisis económica provocada por los bajos precios de las materias primas en los mercados mundiales en recesión, junto a la crisis regional de la deuda externa. En 1987, al ya impopular expresidente León Febres Cordero le llegaron los efectos económicos de un sismo que, aparte de cientos de muertes lamentables, provocó daños en el oleoducto.
Por más que funcione la prevención, es difícil ponderar el efecto económico y social que pudiera llegar a tener un proceso eruptivo como el del Cotopaxi. Por eso se equivocan quienes estiman que un hecho de tal magnitud puede dar tiempo para reconducir la agenda político-económica. Eso ni siquiera sucedió con hechos considerados benignos políticamente, como la visita del Papa.
Basta preguntarle a un ecuatoriano común y corriente si el Ecuador en este momento está mejor, igual o peor, en lo económico y lo político, al país de antes de la visita del Papa. Lo mismo se pudiera preguntar respecto del futuro: ¿cree que en los próximos meses el Ecuador estará mejor, igual o peor, en lo económico y en lo político, que en este momento?
Ahora los gobernantes van a estar más ocupados con una emergencia que había quedado de lado y tendrán menos tiempo para hacer lo que desde hace muchos meses se necesita: replantearse a fondo la economía y replantearse a fondo la política. Más vale tarde que nunca.