En estos días los medios de comunicación informaron sobre la inminente introducción en los mercados locales de los primeros teléfonos móviles ensamblados en el país, resultado visible de algunas de las políticas proteccionistas que ha implementado el gobierno de la revolución ciudadana.
Mediante el incremento de aranceles, la imposición de salvaguardias y la introducción de nuevos requisitos para la importación, ha buscado elevar significativamente el costo relativo de muchos productos de consumo importados. Así quiere “domar” lo que considera una excesiva sed de importaciones “innecesarias”, al mismo tiempo que busca proteger a negocios locales de la competencia extranjera y promover nuevas industrias que “produzcan” en el país.
Dichas políticas plantean una interesante oportunidad de negocio para empresarios locales y extranjeros que, sintonizados con los objetivos gubernamentales, decidan incursionar en el “ensamblaje” local de productos que hasta ese momento venían del exterior. No importa si el nuevo proceso es poco eficiente, si no incorpora tecnología propia o si la mayor parte de sus insumos son importados. Mientras los ensambladores logren estampar las palabras “Hecho en Ecuador”, contarán con la bendición y protección de las autoridades.
Sin embargo, lo que constituye una oportunidad para los empresarios “protegidos”, va acompañado de un costo significativo para los consumidores. Un ejemplo claro es el caso de la tecnología móvil.
El primer teléfono verdaderamente móvil introducido en el mercado por Motorola en 1983, medía más de 30 centímetros, pesaba casi dos libras, su batería otorgaba 1 hora de conversación, podía guardar hasta 30 números y ¡costaba alrededor de 4 000 dólares! Hoy en día hasta los más humildes usuarios de telefonía celular pueden, por apenas una fracción de dicho valor, adquirir un móvil con tecnología infinitamente superior. Expertos prevén teléfonos inteligentes por menos de USD 100 a la vuelta de la esquina.
Pero no solo es el caso de los teléfonos. Prácticamente todos los bienes industriales que consumen las sociedades del siglo XXI -desde automóviles hasta prendas de vestir- han “sufrido” un proceso similar de mejoras dramáticas en sus prestaciones y reducciones significativas en los precios. Este proceso ha redundado en beneficios para los millones de consumidores que alrededor del mundo disfrutan, cada día, de una mayor variedad y calidad de productos a mejores precios.
La ironía radica en el hecho de que, mientras empresarios y trabajadores en el competitivo mundo moderno a diario se empeñan por entregar productos mejores y más baratos, los gobiernos proteccionistas se esfuerzan por encarecerlos y hacerlos menos asequibles. Claro está, en beneficio de algunos empresarios “protegidos”, pero en perjuicio de los consumidores.