Puesto que la revocatoria del mandato está -como dicen algunas damas- “a la última moda”, cabe recordar que esta institución pretendió introducirla en la legislación constitucional el presidente Dr. Alfredo Palacio González. En julio de 2005 la envió -junto con otras iniciativas- al Congreso Nacional, englobando al Presidente de la República, los congresistas, alcaldes, prefectos, concejales, consejeros “y cualquier otro funcionario de elección popular por actos de corrupción debidamente comprobados, o incumplimiento injustificado de su plan de trabajo”. Se podría intentarla cuando hubiere transcurrido la mitad del tiempo para el que fue elegido. Los candidatos ‘ “presentarán ante el correspondiente Tribunal Electoral sus respectivos planes de trabajo, los que deberán otorgarse por escritura pública”.
En un libro relacionado con su ejercicio presidencial, revela: “Dolorosamente el Congreso negó la calificación de las preguntas”. Dos meses más tarde -octubre de 2005- acudió al Tribunal Supremo Electoral demandándole convocar consulta popular nacional para que el pueblo se pronuncie sobre la instalación de una Asamblea Nacional Constituyente, al tenor de 17 preguntas que, según el proponente ‘ “concentraban aspectos necesarios para una profunda reforma en las principales funciones del Estado, en su representatividad y democratización”. El ex Presidente recuerda que de las 17 preguntas solo lograron cierta aceptación, 7. “Se eludieron aquellas fundamentales o complementarias para lograr el cambio, el nuevo Estado, la aspiración del pueblo. Enviar solamente esas 7 preguntas a la calificación urgente por el Congreso era como prescribir pañitos de agua tibia al paciente grave, cuya salvación demanda un tratamiento intensivo”, agrega.
Cuántas voces se dejaron escuchar, en los años siguientes, invocando al Congreso que, si es del caso, rompa el “candado constitucional” y afronte una reforma importante del sistema político vigente, pero los políticos fueron sordos y tuvo que venir lo que llegó, una corriente política para armar a los dirigentes con facultades que produzca concentración de poder en la persona del Presidente contando -desde luego- con la actitud sumisa de mucha gente inclusive ajena al poder central; y, a base de sumisión, armar un Estado centralista, con jefe máximo con quien tienen que contar para toda decisión importante. Esta concentración de poderes, apoyada en leyes, reglamentos, resoluciones manejados por subalternos y “servidores”.
Ahora, quienes ayer no cumplieron con el deber patriótico de introducir reformas para cambiar la estructura del Estado, se quejan y lloran. Solo un pequeño grupo de nuevos políticos libra una verdadera batalla contra el nuevo sistema que, al amparo de la ley, tendría la dimensión de una verdadera dictadura.