Tuvieron también sus días de gloria, ellos y ellas. Basta mirar a las modelos de los impresionistas de fines del siglo XIX, mostrando sus gorduras en las afueras de París. O recordar la clásica imagen del buen burgués de vientre prominente, cenando o paseando con sombrero de copa. El asunto era bastante simple: si la inmensa mayoría de la población mundial era flaca por obligación pues se moría de hambre, lo gordo era lo bello, lo opuesto de la miseria, el espejo de la abundancia y el ocio del que disfrutaban quienes no trabajaban físicamente de sol a sol sudando la gota gorda, que era lo único gordo de sus esmirriadas figuras. Salvo los militares, las bailarinas, los suecos, casi nadie se preocupaba de la gimnasia para embellecer. Ni del pérfido colesterol. Hasta los años 50, al jefe de familia, en Manabí, le añadían una cucharada de enjundia al caldo de por sí grasoso de gallina, en un acto que hoy sería visto como intento de asesinato.
De pronto, de las páginas de Vogue saltó a las pantallas la esbeltísima figura de Audrey Hepburn y se jodieron las gordas. La puñalada final la asestaría una tal Twiggy en Londres, y ya llevamos medio siglo de modelos alimentadas solo con lechugas y gimnasio (y eventualmente cocaína, como Kate Moss, pero eso también adelgaza, sobre todo la billetera).
Hablo de modelos y aspiraciones, claro, porque con el gran desarrollo norteamericano de la posguerra, que expandió la TV, el consumo y la comida chatarra, quienes engordan demasiado ahora son, sobre todo, los de menores ingresos. Aunque no solo ellos: según la revista Time, más de 2/3 de los adultos, y 1/3 de los niños gringos, tienen sobrepeso o son obesos. Frente a ese panorama, lo flaco sería lo bello. Y también lo sano.
Así, la mesa estaba servida, es un decir, para el calvario de tantas dietas que se basan en el autoengaño porque nadie ignora que para adelgazar hay que sudar y dejar de comer mal, pero toda gorda sueña con una dieta mágica que rompa esa ecuación y la adelgace sin sufrir.
Lo grave es que la adicción a la comida no es muy distinta de la adicción al cigarrillo o al alcohol. En las tres prima la ansiedad que busca ser apaciguada por la boca, y todas son para siempre. Yo dejé de fumar de un tajo hace 28 años, pero todavía me asalta desde la mano el deseo de prender un cigarrillo en determinados momentos, con un cafecito, humm. Y basta ceder un milímetro (una pitadita, un vinito, una pastita) para desbarrancarse de nuevo con la autoestima vuelta rodapié. Entonces, para aplacar la culpa de la recaída los alcohólicos se pegan una chuma de tres días y los gordos salen a caminar por el parque donde queman cincuenta de las cinco mil calorías adicionales. Ojalá vuelvan a ponerse de moda un día, para escarnio de los flacos.