Entre los debates y las entrevistas a quienes aspiran el poder la palabra progreso parece ser común denominador en este mundo binario y entre los deseos de quienes aspiran a llegar al gobierno. El ex alcalde de Guayaquil en una entrevista en radio hace unos días decía el país quiere Progreso, así, en mayúsculas. Los correístas —y esa vieja izquierda latinoamericana que ha sido bautizada por la academia como progresismo— también dicen que el país necesita Progreso, así, con mayúsculas.
¿Y cómo prometen el progreso? Los candidatos de las distintas tendencias —conservadores, derechosos, populistas, izquierdosos o progresistas tienen algo en común: piensan el progreso desde el petróleo (y desde la minería). Ofrecen multiplicar la extracción petrolera. Con eso financiarán el progreso del país, dicen.
No hemos aprendido nada desde el desfile del primer barril de petróleo de Bombita… “el petróleo nos sacará de la miseria y vendrá el progreso”… y el progreso, luego de setenta años… nada que llega, al menos para la gran mayoría y menos, para quienes han soportado la explotación voraz en sus territorios.
También piensan en el progreso desde la infraestructura, desde la obra pública: carreteras, edificios (ahí tenemos las plataformas gubernamentales y las escuelas del milenio), feas —y caras— casas de bloque, monumentos, carreteras donde no se debe (como en el Yasuní) y para ello, otra vez, petróleo.
Progreso es sinónimo de ripio, de asfalto, de megaconstrucciones (fuente de coimas y comisiones). El progreso sinónimo de consumo. Por eso el candidato que ofrece 1000 dólares a un millón de familias, y que para sus adeptos esa es una forma de mover la economía, ofrece una lotería para gastar a cambio de votos. Por esa idea tan fatua de progreso es que la gente prefiere comprarse un mega equipo de sonido para fanfarronear con sus vecinos antes que participar en una minga para limpiar la escuela a la que asistirán sus hijos una vez que puedan volver a las aulas.
Ese progreso del que hablan no parece ser sinónimo de educación de calidad, ni de salud y bienestar, ni de solidaridad, ni de empatía, ni de formar mejores personas capaces de salir adelante, ni de acortar la brecha existente, ni de querer desterrar el machismo para evitar más muertes de mujeres en manos de sus parejas, ni de construir un país plurinacional, una ciudadanía informada capaz de reflexionar, de tomar decisiones y de construir consensos.
Tampoco tiene que ver con el ejercicio de derechos, ni con la justicia, ni con oportunidades para los jóvenes, ni con el aprovechamiento de los recursos de este bello país para el turismo y la conservación, peor con el arte o con los libros. Al contrario, ese tal progreso hecho a patadas, piensa más en las cosas y menos en las personas. Y ahí estamos, cincuenta años después, pensando en que el petróleo hará el milagro del progreso.