La procesión

El Ecuador es un país de procesiones. Quito, Riobamba, Guayaquil, Cuenca, cada cual tiene su procesión, y no se diga los pueblos cuyos nombres están vinculados con los de su patrono.

Algunas regiones de la Sierra y de la Costa llevan nombres religiosos, y una enormidad de santiagos y mercedes designan a ciudades y haciendas. Herencia española, sin duda, que pone en evidencia la potente influencia de la religión en la formación de las naciones, en la estructura de las sociedades, en el tejido de las costumbres y en la índole de las fiestas.

Por eso, en los tiempos coloniales, se decía que Quito era un convento, Bogotá una universidad y Lima un cuartel.

Hacia a los años setenta, cuando al mundo le fue ganado el escepticismo, época en la que las élites apostaron a los dioses de la política y del mercado, parecía que procesiones y peregrinaciones iniciarían un irremediable declive, y que pronto los viernes santos y otras conmemoraciones semejantes serían apenas recuerdo, o quizá, memoria para reflexiones sociológicas o suspiros históricos. Parecía que toda la parafernalia religiosa desaparecería sin posibilidad de retorno, y que el pueblo sería un ente neutro, consumidor eficiente y materia prima adecuada para que ideologías y propaganda le moldeen a su gusto. Pero, no. Al parecer, ese pronóstico falló.

El renacimiento de la religiosidad, y con ella, la reivindicación de ritos, procesiones y otras costumbres, al menos en América Latina, es un hecho que pone en entredicho a adivinanzas y especulaciones que se hicieron en torno al triunfo de un mundo ideal fundado en la ciencia, la racionalidad, la información y la globalización; un mundo que sería al menos agnóstico, cuando no francamente ateo y, además, combativo contra todo lo que huela a incensario, sacristía o cultura con alguna connotación clerical.

Paradójicamente, el resurgimiento de la religiosidad popular y la multiplicación de sectas, grupos y comunidades de oración ocurre al mismo tiempo en que las grandes instituciones, como la Iglesia Católica, enfrentan una seria crisis que incluye a la fe y a la credibilidad de los oficiantes de los ritos. Esto sucede en coincidencia con los escándalos derivados de prácticas inauditas de algunos frailes descarriados e hipócritas. Curiosa paradoja: instituciones en crisis y gentes buscando otros modos de expresar la dimensión religiosa de sus vidas.

La Semana Santa inundó las calles con esta expresión popular, casi ignorada por la historiografía y la sociología, como es la procesión. Y no faltaron los fanatismos, los sentimentalismos, y una reiteración asombrosa de aquella fe del carbonero, cuya mejor imagen es la de la indígena desvalida, adorando a su dios a la luz de la vela, en la pobrísima iglesia de la aldea.

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