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El que un mandatario no sea capaz de tolerar un insulto de uno de sus mandantes es un asunto que, al menos, deja mal parado el prestigio del dignatario, porque la tolerancia es una obligación de cualquier estadista. Si ese insulto al mandatario es penado por la ley, queda mal el sistema jurídico del país porque quiere decir que ahí no se ha despenalizado el desacato, lo que generalmente sí ocurre en una sociedad justa, donde se protege al ciudadano de la autoridad.
Pero si ese gobernante no tolera el insulto de un chico que es menor de edad y, si por añadidura hace que el peso de la ley caiga sobre él, ya no solo es el prestigio del dignatario ni la modernidad del sistema jurídico del país los que resultan comprometidos. En ese caso habría otros asuntos más complejos sobre los que esta columna no va a comentar porque ese trabajo lo pueden hacer mejor especialistas en comportamiento humano o biógrafos.
Sin embargo, es el contenido del debate uno de los asuntos que más sorprende en el caso del chico que el martes fue condenado a realizar trabajo comunitario por haber hecho “gestos obscenos” (en palabras del Presidente) a la caravana presidencial.
Resulta deprimente que a estas alturas de la historia del país la discusión se haya enfocado casi exclusivamente en cosas tan nimias como si el chico hizo algo que justificara o no el castigo y el regaño que recibió. O si el joven tenía antecedentes de “mala educación” porque hacía chistes de pésimo gusto en redes sociales y cometía faltas de ortografía como el Presidente lo hizo notar en sus mensajes en Twitter. No faltó, incluso, algún militante gobiernista que aludió a la afición taurina del menor de edad, con el evidente afán de estigmatizarlo.
El que el joven sea o malcriado o “joyita”, como dijo alguien, pudiera ser completamente irrelevante en un debate que, por un caso como este, debería mantener una sociedad medianamente civilizada o que aspire a serlo. Enfocar la discusión en esos aspectos no es sino un síntoma de que asuntos más trascendentes están siendo obviados, como el del indispensable y obligatorio ejercicio de la tolerancia de las autoridades o el de la necesidad de eliminar al desacato de las leyes penales.
El absurdo llegó a niveles inimaginables cuando desde el Gobierno se llegó a justificar la reacción del Presidente asegurando que actuó como “esposo”. Se ha debatido, además, sobre si la madre debió actuar así o asado, o si el caso debe ser olvidado por las disculpas del menor. Lo verdaderamente grave es que con un debate centrado en nimiedades se ha dejado de lado lo importante: el abandono de las conductas democráticas. El presunto regaño o maltrato por parte de un mandatario a un menor de edad (el Presidente asegura que no hubo agresión física) es un asunto grave y alguna institución debiera investigar el episodio. No es el tubérculo innombrable lo que aquí importa. Son los principios.