No se han escuchado últimamente evaluaciones serias sobre la inseguridad ciudadana; no se ha mostrado, por ejemplo, el resultado de la decisión de haber sacado a los cuerpos de élite de la Policía para luchar contra la delincuencia. Se oyen, en cambio, las quejas del ciudadano víctima de la delincuencia, aunque el poder político insista en atribuirlas a una exageración mediática.
Esa explicación repetitiva no calma la incertidumbre que despiertan las acciones del crimen organizado, como el asesinato el sábado 11, en el norte de Quito, de una persona con estatus de refugiada; o el dinamitazo del lunes 13 que destruyó una casa en Manta. Al día siguiente el dueño de la casa destruida fue asesinado por sicarios que terminaron su “trabajo” a la luz del día.
Ninguna autoridad ha salido a desmentir la afirmación del periodista Diego Cevallos, de que la media de asesinatos en Ecuador en 2010 fue de 20 por cada 100 000 habitantes, bastante más alta que la de México (14) y Colombia (15), aunque inferior a Venezuela (48). Ya el Relator Especial de Naciones Unidas había dejado en claro el alto nivel de impunidad y la corresponsabilidad de todo el sistema judicial.
Nadie admite públicamente lo delicado de la situación. Solo puertas adentro, algún ministro dice que el país sufre el impacto del cambio del mapa del crimen organizado en la región. Ecuador no solo es sitio de paso y de embarque de drogas sino también un escenario de narcolavado. Si a esto se suma un sistema judicial ineficaz y un mensaje político erróneo hacia la narcoguerrilla, se entiende que nos hayamos convertido en un buen lugar para hacer negocios sucios. Y para saldar cuentas.
El Gobierno -que llegó a hablar de “parapolicía”- sigue dándole un tratamiento político a un problema que debe ser asumido por toda la sociedad. En función de los resultados de una consulta que gatilló la principal preocupación ciudadana, concentrará la reforma judicial en una comisión tripartita que controlará junto a la Asamblea y al bastante permeado poder ciudadano.
Mientras tanto, no ha cristalizado las prometidas reformas en la Policía. La institución sigue inmersa en las consecuencias del 30-S, a dos aguas entre el poder civil y el poder militar.
Otros países, como Colombia, han enfrentado ataques del crimen organizado, pero esa nación no sucumbió porque, entre otras cosas, tenía una prensa fuerte. Lo contrario significa resignarse a la autocensura, como lamentablemente sucede en este mismo momento en varios estados de México.
Uno de los principales enemigos de Ecuador -de ese Ecuador al que el Gobierno quiere poner en el mapa turístico mundial- es la inseguridad. Dar ese penoso calificativo a los medios de comunicación o a quienes opinan distinto es seguir abriendo más las puertas a este verdadero enemigo al que tendríamos que combatir entre todos.