Según el gran psicólogo social Leonard Berkowitz de la Universidad de Wisconsin, el enfoque más común, en todas las sociedades humanas, a la prevención de la violencia ha sido históricamente, y sigue siendo, el de “disuadirla a través de amenazas y castigos”. Según él, este enfoque “es favorecido por muchos en el público en general, por la mayoría de servicios policiales y de abogados, y por no pocos científicos sociales”. Agrega Berkowitz, “Sigmund Freud también sentía simpatía por el enfoque de la disuasión. Sostenía que la civilización se basa, en última instancia, en la fuerza, no en el amor y la caridad.” El doctor James Gilligan de la Universidad de Harvard, otro gran estudioso de la violencia, se opone radicalmente a ese tradicional enfoque. Según Gilligan, “Durante tres milenios, nuestra principal hipótesis social -que la manera moral y legal de concebir la violencia (llamándola mala, prohibiéndola y castigándola) va a prevenirla (o al menos controlarla)- ha sido singularmente poco eficaz en reducir los niveles de violencia”.
Gilligan plantea que la violencia es “un síntoma de psicopatología individual y grupal”. Sus causas principales son la carencia, desde la infancia, de respeto y de afecto, y se manifiesta “cuando las personas se sienten lo suficientemente impotentes y humilladas”.
Es crucialmente importante comprender lo que nos explican Gilligan y Berkowitz: que somos nosotros mismos, a través de nuestros irrespetos, nuestras iras descontroladas, nuestras agresiones y nuestros abusos, quienes inyectamos en nuestros niños la violencia que luego, cuando en cualquier momento de sus vidas se manifiesta, intentamos “disuadir”, esencialmente con más violencia. Este absurdo círculo vicioso es como si estimulásemos la propagación del cáncer en nuestros niños, para luego, cuando son adultos, torturar a aquellos que se hubiesen enfermado con terapias invasivas, frecuentemente más destructivas que la misma terrible enfermedad.
Como muchos otros patrones habituales en nuestra especie, debemos reexaminar este, que es particularmente irracional. Y el reexamen comienza por preguntarnos si coincidimos con Freud en aquello de que “la civilización se basa, en última instancia, en la fuerza, no en el amor y la caridad”.
Discrepo con Freud. Creo que la civilización se basa en nuestra capacidad para amar. Estamos tristemente tarde para prevenir la violencia que ya está sembrada en millones de nosotros. Estamos atrapados por mucho tiempo en el maligno círculo vicioso de tener que “disuadirla” con castigos. Pero es deseable y factible romper ese círculo, dejando de sembrar violencia en los jóvenes espíritus aún libres de ella.
Prevenir la violencia no significa engendrarla y luego tratar de “disuadirla” o de corregirla. Prevenirla significa no engendrarla.