El precio de la felicidad
Trato de estar todo lo que puedo con los jóvenes, de escucharles y auscultar su corazón y de sentir sus latidos. Percibo sus contradicciones, su desmesura, sus dolores y, al mismo tiempo, su generosidad y sus sueños. Y, de la mano de ellos, trato de cuestionar (y de cuestionarme) este mundo adulto en el que vivimos, refugiados en el aparente “todo va bien”, obligados a decir siempre lo políticamente correcto, aunque por dentro estemos rotos o vacíos.
Creo que las mayores insatisfacciones humanas nacen de nuestras divisiones internas, de nuestros deseos contrapuestos, de esa contradicción perma-nente entre deseos instintivos y elabo-rados, algo que deja en evidencia nuestra fragilidad.
En un mundo lle-no de oportunidades, ¿qué nos falta para ser felices? Señalaría tres cosas muy humanas y cristianas al mismo tiempo:
1. La unidad interior, garantía de serenidad y de paz habituales. En medio de un mundo dividido y enfrentado se vuelve difícil cualquier comedimiento. Como Pablo de Tarso, no hacemos lo que queremos y acabamos haciendo lo que aborrecemos. Y, si algo necesitamos hoy, es adquirir un grado notable de unidad y de vida interior.
2. La fecundidad de la vida. Muchas veces se lo digo a los jóvenes, tentados de exterioridad, víctimas de la imagen manipulada de sí mismos: la unidad del corazón y la vida interior son garantía de madurez. Cuando el interior está unificado nos volvemos fecundos, aunque no tengamos grandes capitales, ni títulos, ni cualidades. Basta condensar todas las energías en torno a un ‘Amor Mayor’.
3. La alegría, que es uno de los grandes dones del evangelio. En él la alegría se contrapone a la tristeza, pero no al sufrimiento. La alegría hoy va unida a los fuegos de artificio, a las luces de neón, a las estrellas fugaces' Nos apasiona jugar a ser lo que no somos y nunca seremos'
Y nos olvidamos de que la alegría consiste en sentirse bien en la propia piel, capaces de sembrar esperanza y ganas de vivir, a pesar de la adversidad y del dolor. Hoy, siento que una alegría así es un bien escaso en este mundo y mi consuelo es descubrirla en el corazón de aquellos que saben poner su confianza en Dios.
Todo esto me hace pensar que el precio de la felicidad es la libertad, la que ejercemos cada día en medio del esfuerzo (“agónico”, que diría don Miguel de Unamuno) por ser humanos.
Es algo que hay que recordar tanto a los jóvenes soñadores, ávidos de gastar la herencia, cuanto a los adultos decepcio-nados, que quisieran que ya nadie les moleste.
Todos somos aprendices de libertad y siempre tendremos que preguntarnos si estamos dispuestos a luchar por ella.
Nuestra gran tentación es acomodar la conciencia y el corazón, domesticar los principios y los amores, huyendo de aquello que nos inquieta y compromete.
¿Felices, entonces? Imposible. A lo sumo tranquilos, mientras el dolor no nos visite'