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Para olvidar un rato los escándalos del correísmo y el país hipotecado que dejaron me invento un viaje a Lisboa, vía Madrid, con mi plata, no a costa del Estado como tanto viajaron y dilapidaron los verde-flex. Así pongo un océano de por medio con ellos, pero el rato que aterrizo en Barajas y salgo con la maleta, ¿qué es lo primero que veo? ¡Pues un mural de Guayasamín que me recuerda de inmediato a la Asamblea de las sumisas, la impunidad y el engaño!
Todavía aturdido por semejante recibimiento tomo el bus que avanza un par de kilómetros hasta el terminal de donde parte el vuelo a Portugal. A la primera señora con quien me cruzo le pregunto si es el Terminal 2. “Sí… Pablo Cuvi”, me responde con una sonrisa. ¡Madre mía, soy más famoso que el Excelentísimo! Pero no: por increíble coincidencia, resulta que es la diseñadora Liz Cárdenas, ‘pata salada’, o sea, del puerto de mi infancia, que viene de El Cairo y viaja a no sé dónde.
El que sí nos da largo en fama a todos (con perdón de los publicistas que le hicieron creer al Dilapidador que era una figura mundial) es un portugués que ganó otra vez la Champions y cuya saga me repite en portuñol el taxista de Lisboa como si fuera la vida del mismísimo Cristo. Bueno, casi, porque se llama Cristiano, Cristiano Ronaldo, y nació muy pobre en la isla de Madeira (de donde vienen también unos muy buenos vinos, acoto yo para dármelas de entendido) y llegó de 12 años, sozinho, al Sporting de Lisboa. El resto lo saben hasta las jirafas del alcalde de Loja, importadas de la Yoni.
Lo que hemos olvidado casi todos es que desde el siglo XV esta ciudad preciosa, ubicada en la desembocadura del Tajo, inventó la globalización. Fueron portugueses los navegantes, pequeños, audaces y macizos, que recorrieron las costas del inmenso continente africano, llegaron a la India y al Japón y dieron por primera vez la vuelta al mundo, como lo atestigua el estrecho de Magallanes en el sur de América.
Más chico y menos poblado que Ecuador, Portugal todavía no soporta el turismo abrumador de España o Italia, aunque ya no es el país detenido en el tiempo que conocí en mi juventud de mochilero.
Ahora, luego de dar una vuelta por el antiguo barrio árabe de la Almada y subir al panorámico castillo de San Jorge, en busca del auténtico sabor lusitano termino en uno de esos restaurantes populares donde no entra un turista ni de casualidad, comiendo un bacalao con garbanzos, condimentado con trocitos de ajo crudo que te dejan oliendo 24 horas, qué diablos si nadie me conoce y es un gran pretexto para pedir otra jarra de vino de la casa, espeso, barato y peleón.
Al día siguiente voy por las playas de Estoril y Cascais hasta Cabo da Roca, extremo occidental del continente europeo, golpeado por el viento y las olas.
Finalmente allí, ante la inmensidad del océano, se entiende lo que pintaban lusitanos en sus naves: “Viajar es necesario, vivir no”.