El candidato presidencial estadounidense Donald Trump, cuyo potencial triunfo genera temor en todo el mundo, es un populista no muy diferente a los mandatarios del arco bolivariano. Para los seguidores de cualquiera de ellos esto puede sonar a blasfemia, pero no lo es.
Lo primero a considerar es que la categoría populismo no se define por izquierda o derecha, fascismo, comunismo, ni ninguna ideología específica, sino por ser una estrategia y una forma de llegar y retener el poder. Su denominador común es su confrontación permanente con la “rigidez” del estado democrático, sus instituciones y los partidos políticos y por privilegiar la personalidad y el voluntarismo del líder.
Igual que los presidentes de Venezuela, Bolivia, Ecuador, Nicaragua y la ex presidenta de Argentina, cuyo accionar los ubica como populistas de izquierda –aunque en varios ámbitos sean francamente conservadores–, el derechista Trump es un “outsider” de los partidos tradicionales y sus líderes, detesta a la prensa independiente y maneja un discurso divisorio y guerrerista.
Los populistas seducen con un discurso que promete y ejerce el escarmiento constante de los opositores, señalados como los culpables de la mayoría de problemas y males de un país.
Estos políticos convocan a humillar a los adversarios y a promover un ejercicio del poder de fuerza e imposición, no de acuerdos y consensos. Los populistas promueven en muchos sentidos una política de odio.
Un rasgo del populismo es que su líder es exultante en alabanzas hacia sí mismo, ya sea forma velada o abierta.
Su autosuficiencia, sus dotes de trabajador incansable y exitoso gestor, lo colocan sobre el resto de los mortales y sobre las instituciones de las democracias a las que combaten pues las consideran camisas de fuerza frente a sus brillantes planes.
Con un populista en carrera a la Presidencia, la institucionalidad democrática estadounidense, que comprende división de poderes, justicia independiente, libertad de prensa, tolerancia y libertades, entre otras características, está por pasar una de sus más duras pruebas. El reto no es fácil, por eso muchos están aterrados.
En nuestros países, en cambio, el populismo prendió en terreno abonado. Aunque parece estar ahora en retirada, no hay garantía de que eso suceda, pues fieles a su ADN, sus líderes y seguidores, se han encargado de levantar barreras hacia el cambio, la transparencia y las libertades. Han construido una institucionalidad a su imagen y semejanza.
Pronto sabremos cuál es el futuro de los populistas como Donald Trump y los bolivarianos. Ojalá sean derrotados, pues las democracias y las sociedades pagan cara su presencia.
Columnista invitado