Durante 3 meses, los ecuatorianos que consuman energía eléctrica hasta 180 kilovatios mensuales, no pagarán ni un centavo por el uso de ese servicio. Así lo ha decretado el Presidente de la República, argumentando que el país ha logrado el saneamiento de sus finanzas y está en capacidad para contribuir a mitigar los graves problemas de subsistencia que sufre una buena parte de la población. En principio, es innegable el alivio que la medida causará al estrato de población de bajos recursos, incluidos en la oprobiosa categoría de la pobreza. Pero hay más de qué hablar.
El país atraviesa una seria crisis energética que tiene posibilidades de agravarse, vista la baja de la generación a causa de la falta de acciones efectivas para superarla. Los apagones están cerca y con ellos la serie de efectos en la economía, en la provisión de servicios, en el trabajo. En ese contexto, se impone una tarea coordinada de adopción de medidas estructurales y de corto plazo que hagan posible una solución que enlace con un proyecto de más largo aliento, encaminado a un nuevo modelo energético.
El ahorro de energía es una medida que debe adoptarse con la colaboración de la población, a fin de diferir el racionamiento forzado. Sin embargo, la medida adoptada no contribuye a ello, pues, siendo gratuito el servicio, este será utilizado hasta llegar al tope del límite fijado para la vigencia de la tarifa cero. La necesidad de ahorro se verá contrastada por la laxitud en el consumo de la energía.
La medida tendrá un costo y la utilización de recursos públicos no previstos en el presupuesto deberá ser controlada por los respectivos organismos responsables. Y se deberá informar y explicar al país sobre la fuente de financiamiento a la que se recurrirá para suplir la merma de ingresos debido a tarifas no pagadas.
Una de las funciones de la economía, mencionadas en una corriente de pensamiento aún dominante, es la eficiente asignación de los recursos en una sociedad. Ella da lugar a la política económica, que define objetivos adaptándolos a los recursos disponibles. Una estrategia coherente para conducir a la sociedad hacia mejores estados de bienestar es responsabilidad de los gobernantes, como principales agentes económicos. Esto exige determinar claramente los objetivos hacia donde se pretende llegar en todos los ámbitos del desenvolvimiento social y asignar, con criterios muy bien sustentados, los recursos necesarios para su cumplimiento.
El otorgamiento de ayudas económicas para aliviar las carencias de una parte de la población debe ser parte de una estrategia de desarrollo. En ella, los subsidios deben tener legitimidad por su capacidad para cumplir objetivos de equidad y justicia social. Y deben estar sustentados en la evaluación rigurosa de su consistencia en el conjunto del plan de gobierno o de la estrategia de desarrollo.
Asignar, súbitamente, recursos de la manera como se pretende, trivializa la naturaleza de las políticas públicas. Establece un bienestar ficticio y volátil en el imaginario de los beneficiarios. Y contribuye a perennizar las ilusiones de recibir solución para sus problemas mediante las actitudes mesiánicas o populistas de los gobernantes. Si esto sucede en una época electoral, cabe presumir que se trata de encantar al pueblo para ganar sus votos.