¿No les parece que estamos viviendo una era de populismo de shock? Me refiero a que estamos pasando por tiempos en los que toda manifestación política, todo acto que podría tener efectos políticos, tiene que estar revestido del mayor grado de dramatismo, de las más altas dosis de espectacularidad para ser efectivo y para que, de paso, redunde en las encuestas.
Parece ya no haber lugar para la moderación o para los sensatos términos medios: todo tiene que ser radical, absoluto, sin discusión, blanco o negro’ la letra con sangre entra. Como casi siempre, el radicalismo viene acompañado de prepotencia y de la siempre presente tentación de unilateralismo y de implantación del pensamiento único. El radicalismo también busca alarmar, llevar las cosas a los extremos, fraccionar a la sociedad, dividirla en buenos y malos, en culpables e inocentes, llevarnos a jugar el peligroso juego de policías y ladrones. Así funciona la terapia de shock del populismo: dividir para gobernar sin límites. Siempre tiene que haber un enemigo, un lado oscuro, un imperio del mal contra el que se pueda poner la lanza en ristre.
Además, la popularidad debe estar por sobre todas las cosas, como el medio apropiado para conseguir el fin último: conservar y amasar la mayor cantidad de poder durante la mayor cantidad de tiempo posible. Atrás han quedado, por impopulares y carentes del descrito efecto shock, la prudencia propia de los estadistas, la mesura que va de la mano de los sistemas democráticos, la tranquilidad propia de la tolerancia. Entre las medidas que hay que tomar siempre están las que generen la mayor distracción posible y el mayor grado, también, de choque. La fórmula mágica del populismo de shock nos dice que hay que mantener siempre una buena pelea a la orden del día.
Todo lo anterior explica en buena parte el porqué estamos constantemente entretenidos con la política, como dopados y medio embrutecidos por los discursos, por las cadenas, por la publicidad y por la cada vez más angustiosa presencia estatal en todos los rincones de la vida particular. La fórmula mágica -conocida desde hace mucho en varios países- parece ser entretener para gobernar, distraer para evitar el debate y la reflexión crítica sobre los problemas que verdaderamente nos agobian. En fin, y en resumen, tratar por todos los medios habidos y por haber de mantenernos distraídos y divertidos, con la adrenalina a mil por hora, con los pelos de punta, en el borde del asiento, comiéndonos las uñas y a la espera de que salgan a la venta las entradas para el próximo show de la política, la próxima ola de insultos, la próxima racha de vejámenes’