En la sociedad de masas -donde impera la multitud y sus comportamientos- la democracia, imaginada por los liberales del siglo XVIII para comunidades más bien pequeñas y con élites ilustradas, ha derivado hacia dos fenómenos incompatibles con la República: (i) el populismo, y, (ii) el electoralismo. Ambos afectan a aspectos sustanciales del sistema, minan las instituciones y el Estado de Derecho, entendido este como un régimen de controles y chequeos, bajo leyes estables que prevalecen sobre el poder coyuntural.
1.- Las notas del populismo.-El populismo se caracteriza, al menos, por lo siguiente: (i) la personalización de la autoridad, bajo la creencia de que la autoridad no es una institución que viene de la Constitución y se expresa en la Ley, sino una persona concreta que manda; (ii) la concepción del líder como redentor, con virtudes y capacidades extraordinarias; (iii) el constante deterioro de las instituciones, entendidas como espacios o escritorios del líder; (iv) la identificación de la “ley” con la voluntad de poder; (v) la legitimidad, esto es, el derecho moral a mandar, se identifica con esos actos de voluntad, con la consiguiente confusión de la legitimidad con la fuerza o carisma de una persona; (vi) la convicción de las virtudes de la “mano fuerte” y de que quien gana tiene “derecho” a mandar según su arbitrio; (vi) de allí nace el “sentimiento” de que si la Constitución y la ley estorban al poder, hay que reformarlas, porque es el caudillo quien expresa los intereses y el “espíritu” del pueblo, y de que las leyes son rezagos de los regímenes oligárquicos;
2.- El electoralismo.- Sin que sean una sola realidad, el populismo usualmente está asociado con el electoralismo, entendido como una anomalía del régimen democrático, que reduce el sistema a: (i) un método de elegir -con las excepciones de rigor- a personas cuyas virtudes tienen que ver con la “fama”, esto es, con la visibilidad social constante, mediática, o con lo que se conoce como “el carisma de la pantalla”; (ii) a un discurso que renace y se extingue en cada campaña, y que apunta a promover ofertas de toda clase y a olvidar los límites que impone la realidad; (iii) a suscitar los “sentimientos del pueblo” bajo fraseología e ideas transformadas en lugares comunes, como nación, justicia, solidaridad, soberanía, etc.; (iv) a anclar la acción política en los actos de masas; (v) en ese contexto, se olvidan los valores de la democracia genuina: la tolerancia, los derechos de las minorías, el respeto a la legalidad; y, (vi) entonces, todo parece posible y se borran los límites.
3.- El desierto institucional.- El populismo y el electoralismo surgen como respuesta a “desiertos institucionales”, es decir, a la ausencia de sistemas genuinos de acción y de representación articulados por la Constitución, la Ley y la fe en la legalidad. Los canales de relación con el poder político y con los demás factores de poder, o no existían o eran muy débiles, o se han agotado. El derecho de petición se transforma en “acción directa” y la voluntad de poder, el discurso y la propaganda suplantan a la “lenta legalidad”. Los partidos políticos encuentran en el electoralismo la forma “eficiente” de actuar, dejan de lado sus responsabilidades, olvidan su ideología y hacen de la política un evento mediático. Triunfa en ellos, y sobre ellos, la “telerealidad”.
La destrucción de las instituciones y la ausencia de formación política abonan el terreno al populismo. Los partidos políticos son responsables por omisión. El acomodo de las elites y de los partidos, al principio rentable en términos políticos y electorales, les termina devorando y destruyendo. Después, ya no habrá partidos. Habrá “movimientos.”
4.- Propaganda y telerealidad.- Electoralismo y populismo prosperan gracias a la propaganda política, que responde a los mismos cánones y tácticas de la publicidad comercial. En esa perspectiva, el pueblo soberano se convierte en público espectador, las ideas se convierten en oferta, los dirigentes sucumben a la tentación de la popularidad, y las campañas adquieren un inconfundible sabor a espectáculo. La campaña y el triunfo de Donald Trump son ejemplo de este fenómeno, que es una versión concreta, en lo político, de la cultura predominante en el mundo que, por cierto, privilegia el show, el entretenimiento, al punto que las decisiones de gobierno se cumplen como capítulos de los actos de masas. Chávez expropiaba y tomaba medidas de política internacional en “Aló Presidente”, entre los aplausos y el griterío de la multitud.
5.- Cultura política y emotividad.- El fenómeno populista opera y es muy funcional para el líder y su grupo, cuando lo que se llama el “pueblo” –que, en realidad, es una ficción doctrinaria y no una entidad concreta- guía sus decisiones por la emotividad, por los sentimientos que genera el líder, por los intereses que suscita, y las venganzas, o reivindicaciones que canaliza.
Entonces, resulta difícil el ejercicio de la capacidad crítica del votante común, que supere la emoción, estudie los temas objetivamente y con información imparcial, y no solamente inducido por la propaganda. En el caso de América Latina, esa “democracia de racionalidades” es una utopía. Lo que rige es la “democracia de emociones”. Siempre ha sido así, solo que al balcón de Velasco Ibarra lo reemplazo la pantalla de la televisión y los demás medios audiovisuales; solo que en estos tiempos el “marketing” es mucho más sofisticado y sabe atacar mejor el subconsciente y a los sentimientos de la gente. El poder, hoy, es una construcción mediática.
A la mayoría de la población, por sus condiciones de vida y su educación, no se le puede pedir ilustración que le permita juzgar objetivamente los temas, menos aún si se trata de asuntos de alguna abstracción.