Nuevamente, el Presidente puso sobre el tapete, en Nueva York y en el Encuentro Latinoamericano Progresista (Elap), lo necesario que es eliminar las formas ilegítimas de acumulación: herencias y plusvalía. Aunque ya el Régimen incrementó la cifra mínima para la aplicación de esa tabla, el tema es algo que está ahí presente y a sabiendas que fue el espíritu de esa ley -no necesariamente el monto- lo que movilizó a la clase media quiteña.
Para el Gobierno, se trataba de un impuesto que no afectaba sino al 2% de la población y que la retiraría definitivamente si se comprobaba lo contrario. No se ha dicho a cuántos afecta la nueva base imponible de aproximadamente USD 170 00, pero es de suponer que la cifra caerá radicalmente. Pero ese no es el problema, sino otro.
A falta de un sujeto político identificable de esta revolución que no se restrinja a esa entelequia denominada ‘ciudadana’, esta bien podría ser la revolución de la clase media. El fervor con que mostraban el crecimiento del consumo como parte del éxito del proyecto político se debe a la clase media. Es esta la que consume, la que se endeuda para seguir consumiendo, la que declara impuestos, la que sostiene buena parte de la economía nacional.
Es algo complicado definir qué es la clase media y muchas veces se la valora según las categorías morales, como aquella de que hay cierta clase media quiteña violenta por las herencias, según un funcionario, o su arribismo constante.
El Gobierno necesita de la clase media. Hizo que creciera. Las salvaguardias, por ejemplo, van en su contra. Y solo hay que tener sentido común para saber que si el tendero del barrio subió mucho sus precios, el consumidor no tiene por qué seguir siendo su cliente incondicional y no buscar, a la vuelta de la esquina, un precio más razonable para su economía. Y si la cosa sigue complicándose, volverá a la calle.
No es necesario ser un analista político para saber que la gente vota con el bolsillo. Esta revolución de la clase media habla en nombre de los pobres, pero no desde los pobres.