Una ausencia de casi dos meses me ha impedido comentar las últimas decisiones de política internacional del Gobierno. Dada su importancia, no cabe pasar por alto, al menos dos de ellas.
La negociación con el Perú, cuyos principales actores fueron prestigiosos diplomáticos de carrera, culminó con un nuevo acuerdo que ratifica los límites marítimos del Ecuador, reiterando el criterio consagrado en los convenios de 1952 y 1954. El nuevo entendimiento tomó la forma de un intercambio oficial de notas y consagró, además, la legitimidad y legalidad de las líneas de base que nuestro país adoptó en 1971, a partir de las cuales se mide la anchura de su jurisdicción marítima. Lima informó -sin faltar a la verdad- que el acuerdo incorpora algunos miles de kilómetros cuadrados al mar peruano. En efecto, al aplicar a su caso los principios jurídicos y geográficos que el Ecuador utilizó para señalar sus líneas de base, el Gobierno de Lima adquirió una zona de alta mar al sur del paralelo que constituye el límite internacional, sin afectar en nada al mar ecuatoriano. Por otro lado, el Perú reconoció al Golfo de Guayaquil el carácter de bahía histórica.
El Congreso peruano aprobó el acuerdo, cumpliendo así los requisitos previstos por el Derecho Internacional. Convendría que el Gobierno ecuatoriano haga de conocimiento público el estado en que se encuentran los trámites internos respectivos, ya que en agosto se cumplirá el plazo máximo acordado para el efecto. La plena vigencia del acuerdo añade vigor a los derechos ecuatorianos.
En cuanto a las conversaciones con la Unión Europea sobre un posible acuerdo comercial, el Gobierno proyecta una lamentable imagen de superficialidad, incompetencia, falta de madurez e incoherencia. El presidente Correa es frontalmente opuesto a los tratados de libre comercio porque -en su criterio- consagran una política neocolonialista de dominación de los fuertes sobre los débiles, olvidando que todo acuerdo implica una negociación en la que ciertamente hay que saber defender adecuadamente los intereses nacionales. Lo que no cabe es protagonizar una política vacilante y confusa que, en un mundo cada vez más globalizado, nos está llevando a un aislamiento infructuoso, mientras los demás países obtienen ventajas competitivas que afectarán al comercio de nuestra producción.
Las más altas autoridades de la Cancillería deben dejar de avergonzar al Ecuador con su fanatismo ideológico. Bueno fuera que, en materia internacional, hubiera una sola voz y no un concurso de patrioterismo verbal que ofende al pueblo ecuatoriano, compromete sus intereses y suscita, en el exterior, dudas con respecto a la seriedad del Gobierno y sonrisas irónicas sobre el Ecuador al que el propio presidente Correa ha calificado de “banana republic”.